El 9 de agosto cierran los Juegos Olímpicos en Japón. Nos llena de alegría la participación de los atletas que integran nuestra delegación. Llegar a competir en un evento internacional de esta magnitud, ya de por sí es un gran logro para quienes representan nuestro país en las competencias. En el caso de la delegación cubana, la número 13 a escala global y la primera en América Latina, la vemos también como un extraordinario logro de sus atletas, su Revolución y nuestra región caribeña y latinoamericana. Pero si estos datos no fueran aún suficientes, nos causa inmenso regocijo la conquista de la medalla de oro por parte de nuestra Jasmine Camacho Quinn en cien metros con vallas, Esta alegría, sin embargo, no deja de recordarnos sucesos acaecidos 76 años atrás precisamente en dos ciudades japonesas.
El 2 de mayo de 1945, luego de una larga, costosa y deshumanizante guerra iniciada en 1939, las fuerzas alemanas del Tercer Reich entregaron la ciudad de Berlín a las tropas del Ejército Rojo de la Unión Soviética. En esa misma fecha, las fuerzas alemanas en Italia se rindieron ante el Ejército estadounidense, mientras las fuerzas nazis en el Norte de Alemania, Dinamarca y los Países Bajos harían lo propio el día 4 de mayo. El resto de las fuerzas alemanas adscritas al Alto Mando se rendirían incondicionalmente en Reims, Francia, el día 7 de mayo poniendo así de esta manera fin a la Segunda Guerra Mundial en el frente europeo. Algunos restos del Ejército alemán ya diezmados continuaron batiéndose contra fuerzas aliadas en Europa Central hasta el 12 de mayo.
Durante la última conferencia aliada celebrada entre los días 17 de julio y el 2 de agosto de 1945 en Potsdam, ciudad a las afueras de Berlín, los dirigentes políticos de las principales potencias aliadas discutieron los términos y condiciones sobre los cuales se daría la ocupación aliada de Alemania. También acordaron darle un ultimátum al Ejército Imperial japonés reclamando su rendición incondicional.
El 6 de agosto de 1945, a partir de una Orden Secreta suscrita desde el mes de julio del mismo año, el Presidente Harry S. Truman había decidido utilizar una nueva arma, desarrollada sobre el más riguroso secreto, donde por primera vez en la historia de la humanidad la energía liberada por el átomo sería utilizada como arma de destrucción. La primera bomba atómica utilizada, apodada por los militares estadounidenses como “Little Boy”, fue lanzada sobre la ciudad de Hiroshima seguida más adelante con el lanzamiento de una segunda bomba, apodada “Fat Man”, esta vez construida y diseñada como una bomba de plutonio, sobre la ciudad de Nagasaki.
De acuerdo con los historiadores, la decisión del Presidente Truman de recurrir a este tipo de armamento para forzar a Japón a su rendición, estuvo impulsada por la experiencia sufrida por el ejército estadounidense en la batalla por el control de Okinawa. En ella, un Japón sin poder naval ni aéreo, opuso una tenaz y encarnizada resistencia frente a las unidades de la Infantería de Marina de Estados Unidos causándole cuantiosas bajas. A partir de lo anterior, analistas militares estadounidenses estimaron que el número de muertos y heridos en el proceso de invasión a Japón podría conllevar alrededor de 1.4 millones de bajas militares, así como de millones de civiles y milicianos japoneses que habían sido entrenados para la defensa de su patria. Otros analistas han indicado que lo que impulsó al Presidente Truman a firmar la Orden fue el cuestionamiento hecho por un cercano colaborador sobre cómo respondería ante el pueblo estadounidense de cara a una elección presidencial próxima, cuando se enterara que, teniendo a su alcance el poderío que representaba este tipo de armamento, expusiera a su propia población a pérdidas tan sustanciales en un intento de ocupación militar de Japón mediante métodos convencionales. Recordemos que en los pasados años, específicamente a partir del Ataque japonés a Pearl Harbor, se inculcó en la mente de los estadounidenses la condena de esta fecha como el “Día de la Infamia”.
Otros analistas como Shane Quinn, en su artículo publicado por Global Research en el mes de junio de 2019 bajo el título World War II: US Military Destroyed 66 Japanese Cities before Planning to Wipe Out the Same Number of Soviet Cities, señala que el bloqueo naval al cual Japón se encontraba sometido, sin buques de guerra ni armamento para enfrentar las condiciones materiales de vida de su población, hubieran llevado de todas formas a la rendición del país sin necesidad de utilizar este tipo de armamento, que en dos explosiones nucleares tuvo como consecuencia la muerte inmediata de más de 200 mil personas, la mayoría ancianos, mujeres y niños. Para entonces, en Japón las incursiones aéreas ya habían conllevado la destrucción de más de 3.5 millones de hogares.
El profesor Joaquín Chévere, en su escrito titulado Lanzamiento de la Bomba Atómica en Hiroshima, por su parte, nos indica lo siguiente:
“[E]n marzo de 1945 la ciudad de Tokio, la capital, había sido devastada por bombardeos que duraron dos días. Miles de muertos y heridos. Destrucción masiva de la infraestructura y miles de viviendas. Para julio de ese año 1945 la aviación estadounidense había bombardeado las 60 mayores ciudades japonesas (incluyendo Tokio), destruyendo millones de viviendas y provocando la evacuación masiva de millones de ciudadanos civiles. Cerca de 100,000 las bajas entre muertos y heridos. Durante ese mes de julio el gobierno de Japón le envió varios mensajes de paz a los aliados en los que le expresaron su deseo de terminar la guerra. El gobierno de la Unión Soviética fue el mensajero. Los aliados los ignoraron. Es dentro de esas circunstancias críticas, de un país desolado y sitiado militarmente que ocurren las tragedias de Hiroshima y Nagasaki.”
La realidad es que a partir de la firma de la Orden Ejecutiva por el Presidente, se escogieron ciudades japonesas muy pobladas donde, a base de consideraciones logísticas, pudieran ser lanzadas las bombas. Se programó el lanzamiento no de dos sino de nueve bombas de este tipo sobre Japón según atestiguara el General estadounidense George Marshall en 1954 siendo el jefe de Estado Mayor del Ejército de Estados Unidos.
La tercera bomba a ser lanzada contra Japón estaba programada para el 2 de septiembre de 1945, es decir, dos semanas después de haber ocurrido la capitulación de dicho país. Su impacto debería ser, a juicio de los analistas militares, tan catastrófico que obligara al Emperador y a la casta militar japonesa a rendirse en forma incondicional a las fuerzas aliadas. El grado de destrucción física y las pérdidas humanas serían la garantía de la capitulación del Imperio del Sol Naciente.
Simultáneamente con la decisión de lanzar la bomba atómica sobre Japón, la Unión Soviética tomó la decisión de invadir la región de Manchuria en China, cumpliendo así el compromiso hecho a los aliados de atacar a Japón dentro de los tres meses siguientes a la rendición nazi en Europa. En menos de dos meses, el ejército japonés en Manchuria, compuesto por un millón de efectivos, fue barrido y derrotado. El día 18 de agosto, el Ejército Rojo había llegado al Paralelo 38 en la península de Corea, lo que aún al presente representa la zona que divide la República Popular Democrática de Corea de Corea del Sur.
La rendición incondicional japonesa ocurrió el 14 de agosto de 1945, firmándose el Instrumento Japonés de Rendición el 2 de septiembre. El día 9 de septiembre de 1945 se rindieron formalmente los remanentes del ejército japonés en China.
A la fecha de la capitulación del Japón, el número de ciudades japonesas destruidas, la mayor parte con bombas incendiarias, le dio a Estados Unidos una medida de qué hacer con la Unión Soviética, su aliado durante la Segunda Guerra, una vez derrotadas Alemania y Japón, ello en el contexto de la lucha contra el comunismo, su principal enemigo tras la Primera Guerra Mundial. En momentos en que la Unión Soviética no contaba con armamento nuclear y siendo Estados Unidos el único país con el monopolio de este tipo de armas, se diseñaron planes de ataque a 66 ciudades en la URSS mediante el uso de 204 bombas atómicas
La Segunda Guerra Mundial ha sido, hasta el presente, el episodio militar más sangriento de la Humanidad. Diferentes cálculos han sido hechos desde entonces intentando mostrar al mundo el horror de este conflicto. De acuerdo con F. W. Putzger (1969) la suma de muertos en Europa durante la guerra alcanzó la cantidad de 39.4 millones de personas a los cuales, si se le suman los fallecidos en otros escenarios de guerra no europeos, la cantidad asciende a 65.1 millones de muertos. Por su parte, W. Van Mourik (1978) estima el número de muertos en 49.5 millones. Ambos autores coinciden en destacar en sus cifras un mayor porcentaje de muertos civiles que militares, lo que unido a la experiencia de la Primera Guerra Mundial, representa un cambio radical en las bajas estimadas de conflictos militares anteriores de donde el grueso de las bajas eran de combatientes. Otros cálculos hechos sobre el número de muertos directos e indirectos en el conflicto, incluyendo militares y civiles, llega a 100 millones. De todos los países participantes en la Guerra, la Unión Soviética fue el país que mayor número de muertos aportó al conflicto, donde los cálculos van desde 17 a 37 millones de muertos, siendo China y Alemania los países que siguen a la Unión Soviética en el orden de la cadena de bajas.
Se dice comúnmente que los dos detonantes históricos de la Segunda Guerra Mundial son, en el escenario europeo, la invasión alemana a Polonia en 1939; en el escenario del Pacífico, para los Estados Unidos, el ataque japonés a Pearl Harbor el 7 de diciembre de 1941. Si bien estos dos acontecimientos catapultan la guerra a escala mundial, lo cierto es que la base del conflicto tenemos que trazarla mucho antes. Desde la década de 1920 venía consolidándose en Alemania un fuerte sentimiento nacional contra las condiciones impuestas por las potencias aliadas a este país como resultado de su derrota en la Primera Guerra Mundial. Tales condiciones incluían no solo sanciones económicas de compensación por la guerra a los aliados, sino el cambio de las fronteras de los estados nacionales, donde los imperios Austro-húngaro, Ruso, Turco-otomano y la propia Alemania, sufrieron enormes pérdidas territoriales, incluyendo en el caso de esta última, sus colonias en África.
En el caso de Italia, que había sido una de las potencias vencedoras como parte de los aliados en la Primera Guerra Mundial, el hecho de que fuera uno de los últimos países europeos en consolidar su unificación nacional, le colocó al final de la fila en el proceso de repartición del mundo en esferas de influencias, aunque consolidó su presencia en lugares como Libia y más adelante en Abisinia (hoy Etiopía y Eritrea). Así, la ideología propulsada por Benito Mussolini sobre el renacimiento de la gloria del viejo Imperio Romano, le llevó a procurar el establecimiento de colonias en África a la vez que convirtió al fascismo en la ideología dominante en Italia.
Simultáneamente, en Alemania, un sentimiento similar de hegemonía fue inculcado a través de la ideología propulsada por el nazismo, donde el elemento racial anti judío y anti comunista vino a ser uno de los ejes sobre los cuales se estructuró la teoría de la superioridad racial aria y el papel que le correspondería jugar al pueblo alemán en un nuevo orden mundial. En Asia por su parte, los militaristas japoneses reclamaban igual espacio en el control de ese nuevo orden mundial sobre los mercados asiáticos, donde el control de la Manchuria en China; de las posesiones europeas en el continente asiático; y la presencia estadounidense en el Océano Pacífico, fundamentalmente en Filipinas y Hawai, frenaba el proyecto nipón de control de esta región el mundo. En todos estos casos, el común denominador era la desaparición de las fronteras entre el capital corporativo y el control por los mismos sectores dominantes del capital financiero del aparato gubernamental del Estado.
Las condiciones para una alianza entre una misma ideología dominante, que concebía una redistribución del mundo a partir del establecimiento de un nuevo orden mundial, sostenido en la visión de una superioridad racial junto a una ideología militar, anti democrática y anti comunista, estableció las bases para un eje que vino a conocerse como ROMA-BERLÍN-TOKIO. Fue esta alianza la que determinó oponerse en el propósito de una nueva redistribución del mundo en esferas de influencia a las potencias aliadas tradicionales, victoriosas en el conflicto bélico anterior de 1914-1918.
El tubo de ensayo europeo donde las nuevas armas, las nuevas tácticas militares, los nuevos estilos de hacer la guerra, junto a la identificación del comunismo como uno de los objetivos comunes de los nuevos paladines de un nuevo orden mundial, fueron ensayadas en España a partir del levantamiento nacional y golpe de Estado contra el orden constitucional establecido por la República Española. En una cruenta guerra de tres años, con la complicidad de las llamadas democracias occidentales aliadas, a través de la Sociedad de Naciones le dieron la espalda al gobierno constitucional con un embargo de armas y otros medios esenciales para el desarrollo de la guerra. La República Española sería ahogada en sangre y derrotada en un conflicto que cobró la vida de más de un millón de españoles con la imposición de una dictadura que duró cuatro décadas.
La supremacía militar de los Estados Unidos se prolongó apenas cuatro años ya que en 1949 la Unión Soviética rompería el monopolio impuesto en el control de la tecnología militar atómica. Una nueva guerra estaba en marcha, la Guerra Fría.
La experiencia de los antecedentes que dieron paso a la Segunda Guerra Mundial en momentos en que el mundo se mueve hacia la creación de nuevos bloques económicos y políticos nos obliga, a 76 años de distancia del lanzamiento de las primeras bombas nucleares sobre objetivos civiles en Japón y del fin de aquel conflicto, a una reflexión colectiva sobre los peligros que puede entrañar para la humanidad un nuevo conflicto a escala mundial.
La nueva generación de armamentos, su potencial de destrucción masiva y la desvalorización del ser humano por meros intereses económicos y políticos, hacen de un futuro conflicto a escala planetaria un verdadero peligro para la existencia misma de las generaciones futuras. Ese peligro no es oculto; asoma sus garras en situaciones de conflicto como las que hoy se desarrollan en Asia Central y el Medio Oriente ante la amenazas esgrimidas contra la República Islámica de Irán como resultado de su determinación de llevar hacia adelante su programa nuclear y la anulación unilateral por parte del presidente Donald Trump del Acuerdo alcanzado durante la Administración Obama para limitar el potencial nuclear de este país a fines civiles; o la intervención contra Estados nacionales y sus gobiernos legítimos con el propósito de destruirlos junto a sus instituciones, como es el caso de la República Árabe Siria; en controversias como las que continúan generando tensiones en la península coreana en el marco del diferendo entre Estados Unidos y la República Popular Democrática de Corea; o incluso, dentro del marco de conflictos más cercanos a nuestro entorno en América Latina, como son las amenazas de intervención e injerencia por parte de Estados Unidos contra la República Bolivariana de Venezuela.
La humanidad sigue aspirando a un contexto de paz y solidaridad recíproca entre los pueblos. Hoy más que nunca, esa debe ser la aspiración nuestra de cada día.