El pasado mes de marzo Israel celebró su 75 aniversario como Estado. La revista The Economist comentó:
“Hoy Israel es enormemente rico, más seguro de lo que ha sido durante la mayor parte de su historia y democrático: es decir, si se está dispuesto a excluir los territorios ocupados (¡sic!). Ha superado guerras, sequías y pobreza con pocas dotes naturales aparte del valor humano. Es un caso atípico en Oriente Próximo, un centro de innovación y un ganador de la globalización.”
Estas palabras parecen ahora una broma de mal gusto si tomamos en cuenta los acontecimientos de las últimas semanas o, también, si nos fijamos en la verdadera historia del Estado israelí.
Esa historia es la de unos inmigrantes judíos que llegaron a Palestina con el gran objetivo de establecer un Estado refugio para los judíos en su patria junto a los habitantes árabes que las habitaban. Muchos de estos sionistas soñaban con que Israel se convirtiera en una sociedad socialista modelo, con una propiedad comunal y gestionada a través de comunas locales o kibutz como alternativa democrática al gobierno de jeques y generales en los Estados árabes. La realidad fue que, en la práctica, los inmigrantes judíos que se instalaron en Palestina y establecían el nuevo Estado socialista sólo podían hacerlo expulsando violentamente a cientos de miles de árabes de sus hogares y de sus tierras.
Ahora bien, gracias a la combinación de una inmigración masiva (que duplicó la población judía), de enormes inversiones extranjeras de las comunidades judías ricas y de capital estadounidense, así como la creación de una fuerza militar potente, la economía de Israel creció muy rápidamente a partir de 1948. Fue la edad de oro del capitalismo de posguerra, cuando las tasas de beneficio eran elevadas y la inversión fuerte. Por tanto, fue posible inaugurar una nueva economía muy rápidamente. El PNB creció a una tasa media anual del 10,4% entre 1948 y 1972. El capital necesario para construir la economía israelí procedía de transferencias de ayuda y préstamos estadounidenses, pagos de reparación alemanes y la venta de bonos del Estado israelí en el extranjero. La rentabilidad se mantuvo alta controlando los precios y los salarios y evitando así que los ingresos reales de los trabajadores aumentaran demasiado.
Pero desde mediados de los años 60, como en el resto de las economías capitalistas avanzadas, la rentabilidad del capital en Israel cayó bruscamente hasta, aproximadamente, principios de los 80. Esto condujo a crisis económicas como parte de la recesión internacional de 1974-1975 y 1980-1982. También llevó a una nueva guerra con los Estados árabes en 1973. En este punto de la historia de la economía israelí, resulta muy útil observar la rentabilidad del capital israelí a partir de la década de 1960, tal y como proporciona la Base de Datos Mundial de Rentabilidad.
El gráfico muestra claramente la brusca caída de la rentabilidad hasta tocar fondo en la depresión mundial de 1980-1982. Entre 1973 y 1985, el crecimiento del PNB descendió a cerca del 2% anual, sin que se produjera un aumento real de la producción per cápita. Al mismo tiempo, la tasa de inflación se descontroló, alcanzando un máximo del 445% en 1984 y el déficit de la balanza de pagos con el resto del mundo llegó a máximos.
El llamado Estado socialista democrático de Israel tenía que desaparecer si los capitalistas israelíes querían prosperar. Y así, como en muchas otras economías capitalistas, los israelíes eligieron gobiernos que pretendían acabar con el socialismo y abrir la economía al capital sin restricciones, al tiempo que reducían el Estado de bienestar de Israel y el apoyo a colectivos como el kibutz. Israel entró con fuerza en la era neoliberal que, globalmente, duró las dos o tres décadas siguientes.
En 1983, la Bolsa de Tel Aviv se desplomó, haciendo estallar una enorme burbuja financiera que llevaba años creciendo. El gobierno derechista del Likud culpó a los bancos. Se hizo cargo del Banco Hapoalim, que tenía el control directo e indirecto de unas 770 empresas y controlaba alrededor del 35% de la economía israelí, con el objetivo de privatizar todos estos activos estatales. Finalmente, el Estado vendió los tres principales bancos: Bank Hapoalim, Bank Leumi y Bank Discount a capitalistas privados. La industria de las telecomunicaciones y los puertos también fueron privatizados.
En una política calcada a la de Reagan en EE UU y a la de Thatcher en el Reino Unido, entre 1986 y 2000 se vendieron 83 empresas estatales por un total de 8.700 millones de dólares estadounidenses. La aerolínea nacional ELAL, la red de telecomunicaciones Bezeq, todos los grandes bancos y otros cinco grandes conglomerados fueron vendidos a compradores seleccionados por el gobierno. Entre los compradores se encontraban muchos de los más ricos de Israel, junto con judíos estadounidenses adinerados y otros conglomerados extranjeros. Ninguna de estas empresas cotizaba en bolsa para su venta. Por ejemplo, el gobierno vendió Israel Chemicals Ltd. a la familia Eisenberg a través de una licitación privada que se llevó a cabo entre 1993 y 1997.
Durante un tiempo, estas medidas ayudaron a que subiera la rentabilidad del capital israelí: en nuestro gráfico de rentabilidad, se observa una duplicación de la tasa de beneficios entre 1982 y 2000. Pero el aumento de la rentabilidad fue impulsado principalmente por una nueva afluencia de inmigrantes tras el colapso de la Unión Soviética y procedentes del norte de África. La inmigración abarató los costes laborales, mientras que tras los acuerdos de Oslo se produjo un periodo de aparente «tregua» con los árabes que permitió una afluencia aún mayor de inversiones extranjeras.
Fue el periodo de la expansión de las empresas start-up de alta tecnología por las que Israel se ha hecho famoso y de la aparente integración de la economía israelí en una economía mundial en rápida globalización. Apodada la nación de las start-ups, Israel cuenta ahora con más de 7.000 start up activas.
Pero esto no ha durado. En el siglo XXI, como muchas otras economías emergentes, la economía capitalista de Israel encuentra cada vez más dificultades. Por supuesto, la gran diferencia [del resto de economías emergentes] es que en su guerra perpetua con los Estados árabes vecinos, Israel ha contado con el respaldo total de Estados Unidos y del capital occidental. Así que, incluso enfrentándose al conflicto permanente con sus vecinos árabes y a los levantamientos de los palestinos desplazados, ha sido capaz de sobrevivir económicamente y también de desarrollar una formidable fuerza militar.
Irónicamente, la inmigración masiva procedente de la antigua Unión Soviética, la importación de trabajadores extranjeros y el rápido crecimiento natural de la población árabe local, han hecho que Israel sea cada vez menos un Estado judío en términos de población y que siga siendo relativamente pequeño, con algo menos de 10 millones de habitantes. Pero el impacto de las políticas neoliberales y la desaceleración económica no han provocado un giro a la izquierda. Por el contrario, el miedo a los ataques árabes y el fracaso de cualquier oposición socialista alternativa eficaz han provocado el auge de los partidos políticos religiosos y étnicos. El capital israelí ha jugado las cartas de la raza y la religión para evitar cualquier confrontación en relación a sus fracasos económicos y sociales.
Las crisis económicas han continuado a intervalos regulares en el siglo XXI. En 2003, Netanyahu recortó las prestaciones sociales, privatizó más empresas estatales, redujo el tipo máximo del impuesto sobre la renta, recortó drásticamente los servicios del sector público e impuso leyes antisindicales. Siguió la Gran Recesión de 2008-2009 y luego el desplome pandémico de 2020, cuando el PIB cayó un 7%. El declive económico relativo de la economía israelí se revela en la tasa de crecimiento real del PIB en la Edad de Oro, la crisis de rentabilidad de los años 70, el periodo neoliberal y, ahora, en la Larga Depresión de los años 2010 en adelante.
En los últimos diez años, los kibutz colectivos han desaparecido rápidamente para ser sustituidos por viviendas suburbanas de alta gama. El valor de la tierra se ha disparado con la especulación inmobiliaria. Se ha producido una erosión continua de la financiación de la sanidad y de otros servicios públicos, lo que ha provocado un aumento del coste privado de la sanidad que se añade a las crecientes diferencias en el acceso a los servicios entre quienes tienen dinero y quienes no.
El sueño socialista del primer Estado israelí ha dado paso ahora a la realidad capitalista. La brecha entre las rentas más bajas y las más altas en Israel es la segunda más alta del mundo industrializado y el índice de pobreza infantil sólo es superada por México entre los países desarrollados. Por promedio, uno de cada tres niños israelíes vive en la pobreza y una de cada cinco familias subsiste muy por debajo del umbral de la pobreza.
Israel es uno de los países de renta alta más desigual. El 50% más pobre de la población gana una media de 57.900 NIS (“New Israeli Shekel”), mientras que el 10% más rico gana 19 veces más. Así, los niveles de desigualdad son similares a los de EE UU., con el 50% inferior de la población ganando el 13% de la renta nacional total, mientras que la parte del 10% se lleva el 49%.
Por supuesto, la pobreza y la brecha de desigualdad es mucho mayor para las y los ciudadanos árabes de Israel, que representan alrededor del 20% de su población. Pero el índice de pobreza también es elevado en las comunidades judías ortodoxas, que representan una décima parte de la población. En cuanto a Gaza y Cisjordania, los niveles de pobreza son horrendos.
En marcado contraste, la concentración de riqueza en Israel es la segunda más alta del mundo occidental. Entre los notorios feudos familiares figuran: Arison, Borovich, Danker, Ofer, Bino, Hamburger, Wiessman, Wertheim, Zisapel, Leviev, Federman, Saban, Fishman, Shachar, Kass, Strauss, Shmeltzer y Tshuva. Estas familias controlan colectivamente una quinta parte de los ingresos generados por las principales empresas de Israel y estas 500 empresas principales representan el 40% del sector empresarial y el 59% de los ingresos nacionales.
Esta última guerra no hará caer la economía israelí. El gobierno cuenta con el apoyo militar y financiero de Estados Unidos.
La guerra continua puede beneficiar a los fabricantes de armas y a los militares, pero a largo plazo reduce la rentabilidad y la inversión en los sectores productivos de la economía. Y para los trabajadores, aparte de la horrible pérdida de vidas, significa una camisa de fuerza para mejorar sus condiciones de vida y el desarrollo humano.
Los gobiernos capitalistas de Israel no tienen solución para el interminable conflicto con el pueblo árabe bajo su ocupación y en sus fronteras. Ahora, con el estallido de otra guerra a un nivel grotescamente intensificado de violencia y represalias, las dulces palabras de The Economist en el 75 aniversario de Israel saben muy agrias, tanto para la población palestina como para la israelí.
¿Continuará así durante otros 75 años?
Fuente: Rebelión
Fuente original: The Next Recession
Traducción: viento sur