Desde el triunfo de la Revolución Rusa (1917), el “comunismo” fue concebido por las potencias capitalistas como la peor amenaza para el mundo en general y para Occidente en particular. Sin embargo, con el fin de la II Guerra Mundial (1939-1945), la expansión del socialismo de tipo soviético en Europa del Este, la Revolución China (1949) y la guerra de Corea (1950-1953), se afirmó la Guerra Fría, que durante cuatro décadas dividió a la humanidad en dos bloques: el “Primer mundo”, de las potencias capitalistas lideradas por EEUU y el “Segundo mundo”, de los países “comunistas” encabezados por la URSS. Es una de las épocas más irracionales que ha vivido la historia contemporánea, de la mano de las grandes potencias que disputaban su hegemonía internacional. Pero los procesos de descolonización en Asia y África y el ascenso de las luchas sociales allí y en América Latina, definieron al “Tercer mundo” que, a partir de la Conferencia de Bandung (1955) y la formación del Movimiento de Países No Alineados (1961), postuló una vía propia de desarrollo, que buscaba apartarse de la Guerra Fría y alejarse tanto del capitalismo como del comunismo.
La Revolución Cubana (1959) determinó la extensión de la Guerra Fría sobre América Latina. Si bien durante el siglo XX hubo en la región numerosas intervenciones de los EEUU para asegurar sus intereses geoestratégicos y garantizar la presencia de sus empresas -lo cual incluyó a gobiernos y dictaduras- durante las décadas de 1960 y 1970 la lucha contra el “castrismo” fue el eje de la diplomacia continental y de las políticas de los gobernantes. El TIAR (1947) y la OEA (1949) fueron los instrumentos del americanismo anticomunista, al mismo tiempo que una sucesión de dictaduras militares, inspiradas en lo peor del macartismo y de la doctrina de la “seguridad nacional”, tomaron el control de los Estados. Bajo el supuesto de defender la democracia, los valores y las libertades de Occidente, los Estados terroristas, en manos de militares anticomunistas, liquidaron democracia, libertad y valores humanos, convirtiendo a sus regímenes en instrumentos del capital transnacional y de aniquilación de toda izquierda mediante la tortura, asesinato, secuestro y desaparición de miles de personas, como ocurrió en el Cono Sur. Solo escaparon a esas orientaciones el “Socialismo Peruano” del general Juan Velasco Alvarado (1968-1975), la “Revolución Panameña” con el general Omar Torrijos (1968-1981) y el “Nacionalismo Revolucionario” del general Guillermo Rodríguez Lara (1972-1976) en Ecuador, al que siguió un autoritario Consejo Supremo de Gobierno, que condujo el proceso de retorno al orden constitucional en 1979.
Coincidiendo con una época de gobiernos constitucionales y democracias representativas, las décadas de 1980 y 1990 impulsaron el neoliberalismo en América Latina, introducido por el alcance que tuvieron las inéditas políticas aperturistas inauguradas por Ronald Reagan (1981-1989) en los mismos EEUU, los condicionamientos del FMI sobre las deudas externas de los distintos países y la ideología económica sobre mercados libres y empresas privadas. El derrumbe del socialismo en la URSS (1991) y los países de Europa del Este, consagró ese neoliberalismo, provocó el fin de la Guerra Fría y creó las condiciones históricas para la globalización transnacional bajo la hegemonía unipolar de los EEUU.
Sin embargo, los mismos procesos que provocaron la globalización transnacional crearon nuevas condiciones económicas y tecnológicas en el mundo, como bien lo resume el interesante artículo “Crisis sistémica del orden mundial, transición hegemónica y nuevos actores en el escenario global” (2022) de Juan Sebastián Schulz. Bajo ellas emergieron nuevos polos de desarrollo. Fue inevitable el surgimiento de China, Rusia y los BRICS, y de varios países del Asia como nuevas potencias. Quedaron así redefinidas las relaciones comerciales internacionales, así como la diversificación de mercados y el mundo configuró una realidad multipolar, con la progresiva pérdida de hegemonía de los EEUU. Múltiples autores analizan una variada crisis global y de quiebre del mundo que derivó de la Guerra Fría, el derrumbe del socialismo e incluso del que nació durante la época neoliberal.
Los cambios señalados han significado posibilidades insospechadas para los países del otrora llamado Tercer Mundo, que ya no puede considerarse como un conjunto de “satélites”, ni de meras “periferias” del capitalismo. La razón fundamental es que han logrado diversificar sus relaciones económicas y aprovechar de países como China y Rusia para crear nuevos espacios de acción para su propio desarrollo. En América Latina, el inicio del siglo XXI coincidió, además, con una serie de gobiernos progresistas que cuestionaron la vía neoliberal, definieron como alternativa la construcción de economías sociales y encararon el mejoramiento de la vida y el trabajo de las poblaciones otrora marginadas del bienestar. Demostraron que era posible construir mejores sociedades sin sujetarse a los modelos empresariales, apuntalados por el neoliberalismo que hegemonizó en el pasado.
Sin embargo, el fin de la Guerra Fría no ha impedido que el conflicto en Ucrania provoque un fenómeno de “Guerra Tibia”, al borde de volverse “caliente”. En forma dramática, el general Mark Milley, Jefe del Estado Mayor Conjunto de los EEUU, en su comparecencia ante el Comité de Servicios Armados de la Cámara de Representantes, se refiere a la “invasión rusa de Ucrania” como «la mayor amenaza para la paz y la seguridad de Europa y quizás del mundo». Pero también añade: «Ahora nos enfrentamos a dos potencias mundiales: China y Rusia, cada una con importantes capacidades militares y que pretenden cambiar fundamentalmente las reglas basadas en el actual orden mundial»; de modo que reconoce: «Estamos entrando en un mundo que se está volviendo más inestable y el potencial de un conflicto internacional significativo está aumentando, no disminuyendo».
Nuevamente los países del Tercer Mundo vuelven a sufrir el peso del mundo que nace y el mundo que muere. No son los responsables de la inconcebible y dolorosa guerra que se vive en Ucrania, pero las presiones quieren arrastrarlos a tomar partido en un conflicto entre potencias que definen sus geoestrategias por la hegemonía unipolar o multipolar. Y son las economías y sociedades de América Latina las que vuelven a soportar las consecuencias de ese mundo en pleno proceso de cambios.
En Ecuador, un presidente banquero, que ha puesto en marcha un proyecto neoliberal-plutocrático, tiene la presión del sector agroexportador por la pérdida del mercado ruso debido a las sanciones económicas que se acordaron en la OTAN. Solo en cuanto a banano, el país pierde el 22.5% de sus exportaciones a Rusia. Por consiguiente, el gobierno ecuatoriano busca acelerar un tratado de libre comercio con China y la venta a este país de los excedentes del banano que no tuvieron salida. Pero es igual el impacto que tienen los otros países latinoamericanos, de modo que se ha vuelto urgente su unión para garantizar la independencia necesaria y posible en una sociedad internacional multipolar.
Una actuación en conjunto, sobre la base ya acordada de ser una región de paz, puede proporcionar a los latinoamericanos la fuerza para difundirla como parte de una geoestrategia común, que evite alineaciones forzadas por los intereses de las grandes potencias. Y contamos con instituciones que ya han servido para expresar ese latinoamericanismo, como CELAC, UNASUR, ALBA y otras similares, cuyo potencial solo merece desarrollarse.