En Estados Unidos, la lucha de clases acaba de introducir una novedad en el almanaque de 2021. Una oleada de huelgas que abarca desde trabajadores/as de la salud, las comunicaciones y el entretenimiento hasta núcleos duros de la manufactura –los sectores “blue collar” más tradicionales– transformó October en “Striketober”.
La escala de la acción sindical-industrial es impactante para los estándares norteamericanos de las últimas décadas. 10.000 trabajadores de las plantas de John Deere (el poderoso fabricante de maquinaria agrícola); 1.400 de Kellogg’s; 37.000 de la proveedora de salud Kaiser Permanente. Y la huelga que no fue a causa de la entregada de la burocracia de 60.000 trabajadores de Hollywood. Esto sin contar las decenas de conflictos que por involucrar a menos de 1000 trabajadores y/o durar menos de un turno completo, no califican como “huelga” para el Bureau of Labor Statistcs (BLS), la agencia gubernamental que entre otras cosas contabiliza las huelgas. Pero incluso para estos criterios estrechos, la tendencia es ascendente: en lo que va de 2021 el BLS ha registrado 12 huelgas, comparado con 8 durante todo 2020, el año de la pandemia.
Según el mapa de conflictos laborales construido por la School of Industrial and Labor Relations (ILR) de la Cornell University, citado por los grandes medios corporativos como Bloomberg, hubo 178 huelgas entre el 1 de enero y el 14 de octubre de 2021.
En total, hay unos 100.000 trabajadores/as sindicalizados que ya están en los piquetes o que han votado ir a la huelga, en muchos casos torciendo la voluntad propatronal de las burocracias sindicales. Piden aumento salarial, reducción de la jornada de trabajo, mejores condiciones laborales y beneficios, más horas de descanso. Y lo más progresivo, como vimos en las huelgas de Kellogg’s y John Deere, el rechazo al sistema de niveles diferenciados de contratos que pactan las burocracias sindicales con las patronales, por los cuales los nuevos trabajadores se incorporan con salarios más bajos y menos beneficios (como peores seguros de salud y planes de retiro). Esta dualización al interior de las fábricas, una práctica que se ha universalizado, es uno de los puntos nodales de la precarización y el debilitamiento de la fuerza de la clase trabajadora.
La proyección de un renovado poder de la clase trabajadora que surge de este nuevo activismo obrero, con interesantes elementos antiburocráticos, excede con creces el número de huelguistas –aún una pequeña fracción de una clase obrera de 160 millones de trabajadores–.
Esta imagen de “empoderamiento” se amplifica por el otro gran fenómeno que está condicionando el mercado de trabajo: lo que se ha dado en llamar la Gran Renuncia, una suerte de “éxodo” individual de trabajadores no organizados, sobre todo en sectores de bajos salarios y peores condiciones como hospitalidad, restaurantes y cuidados personales. Según The Wall Street Journal, el empleo en bares y restaurantes a nivel nacional se redujo un 7,6% (930.500 empleos) entre febrero de 2020 y septiembre de 2021, a pesar de que el salario horario aumentó un 12,7% en el mismo período. Incluso grandes empleadores como Walmart y Amazon están sintiendo el impacto, lo que ha obligado a estas patronales a aumentar levemente el salario horario u ofrecer otras compensaciones para retener a sus empleados o incorporar nuevos, ante la proximidad de la temporada de compras, aunque aún a una escala miserable.
Solo en agosto, fueron 4,3 millones de trabajadores/as los que renunciaron o no volvieron a sus antiguos empleos, un equivalente al 3% de la fuerza de trabajo.
Por su dimensión y sus efectos, el fenómeno preocupa a las patronales. Forbes llegó a hablar de una “revolución obrera”. Y Robert Reich, el ex secretario de Trabajo “progre” del gobierno de Clinton lo comparó por sus efectos con una “huelga general no declarada”.
Si bien una cosa es luchar de manera organizada y otra renunciar por decisión voluntaria individual, o porque se ven obligados por las circunstancias familiares o personales, lo que tienen en común la “Gran Renuncia” y el “Striketober” es un contexto objetivo que facilita la autopercepción de los trabajadores como los que hacen girar la rueda de la ganancia capitalista (“sin los trabajadores no hay Kellogs” sintetizó un huelguista). Como tituló la revista Time, es el “momento perfecto para ir a la huelga”.
¿Será Striketober un punto de inflexión en la relación de fuerzas? ¿O como espera la patronal, la burocracia sindical y el propio gobierno demócrata es solo un fenómeno de coyuntura? Es pronto para decirlo, porque aún nada indica que el “efecto contagio” de la lucha haya encontrado su techo, más aún en un contexto de inflación en alza que motoriza la puja salarial. La clave es si se transforma en una lucha de conjunto de la clase trabajadora por terminar con la duradera herencia antisindical que dejaron las décadas de ofensiva neoliberal.
Los motores del otoño del descontento
El Striketober es en parte continuidad recargada de una tendencia que se venía desarrollando antes de la pandemia. Recordemos que casi medio millón de trabajadores participaron en huelgas en 2018 y 2019 (la cifra más alta de las últimas tres décadas), lo que incluyó entre otras la huelga de 40 días de los 48.000 trabajadores de General Motors.
Una conjunción de factores ha dado lugar a este otoño del descontento y el activismo obrero. Algunos se vienen gestando desde hace décadas. Otros son producto casi directo de las consecuencias de la pandemia. Una de ellas es la extensión de la jornada de trabajo. Según datos del Departamento de Trabajo, en el sector manufacturero, el promedio de horas extra de trabajo en septiembre fue de 4,2 horas semanales comparado con 2,8 horas en abril de 2020.
Están obviamente las determinaciones objetivas de última instancia: la recuperación de la economía luego de la depresión causada por el coronavirus; la inflación que ya se ubica en un 5,4% anual; el cuello de botella de las cadenas de suministro; la caída de la tasa de desempleo oficial al 4,8% en septiembre de 2021 (llegó a ser 14,8% en abril de 2020), aunque se sabe que la tasa real de desocupación es mayor porque las estadísticas contabilizan solo a quienes buscan activamente empleo. Pero en términos generales, el actual el “ejército industrial de reserva” no alcanza a jugar su rol clásico de aterrorizamiento, que en épocas de crisis lleva a aceptar condiciones inaceptables. Como telón de fondo, no se puede obviar un cierto clima “reformista” durante los primeros meses del gobierno de Joe Biden, que se autodefinió como un “tipo de los sindicatos” (dijo ser un “union guy”), aunque siguen en pie todas las leyes antisindicales, y con el transcurso de los meses esa “ilusión reformista” se ha ido desvaneciendo.
Pero quizás el elemento común es la profundización de la desigualdad. Trabajadores considerados “esenciales” -enfermeras, trabajadores de la alimentación o el e-commerce- que fueron sometidos durante el pico de la pandemia a jornadas de 16 y hasta 20 horas, han visto que mientras sus salarios se mantienen a niveles prácticamente de pobreza, después de décadas de estancamiento salarial, sus empleadores y el puñado de milmillonarios multiplicaron sus ganancias y fortunas personales.
Como ilustra un columnista de The New Yorker, un trabajador calificado en la línea de producción de John Deere gana entre 40 y 60.000 dólares al año, mientras que la compañía ya ganó en lo que va del año 4700 millones de dólares (un 69% por encima del año pasado), la compensación de su CEO creció un 160% (más de 16 millones de dólares) y los accionistas recibieron 761 millones en dividendos.
En el caso de Kellogg’s, sus ventas de cereales para el desayuno (¿quién no reconoce el simpático tigre en el packaging?) crecieron más del 8% durante los encierros intermitentes de 2020, esta suba le valió a su CEO un ingreso de casi 12 millones de dólares.
Esta enorme brecha, que en otras industrias es incluso mayor, es el patrón común en los Estados Unidos pos Reagan. Según datos del BLS, entre 1979 y 2019, los salarios más altos crecieron un 41% mientras que los más bajos solo crecieron el 7%. Y la porción de la torta que va para los trabajadores vía salarios y compensaciones cayó del 66% -su punto más alto en 1960- al 59% en 2019.
Según un análisis de Americans for Tax Fairness (ATF) y el Institute for Policy Studies Program on Inequality (IPS), sobre la base de los datos publicados por Forbes, los más ricos incrementaron su riqueza en un 70% durante la pandemia. Pasaron de casi 3 billones de dólares en marzo de 2020 a 5 en octubre de 2021. Esta riqueza, sigue el informe, es “dos tercios más de la riqueza que tiene el 50% de los hogares norteamericanos, estimada por el Board de la Reserva Federal”. Quien encabeza la lista de ricos y famosos es el “anarcocapitalista” Elon Musk, CEO de Tesla, con una fortuna personal de 204 mil millones de dólares (un incremento de 751% durante la pandemia), seguido por el CEO de Amazon, Jeff Bezos (192 mil millones).
El combate contra el “excepcionalismo antiobrero americano”
Steven Greenhouse, periodista especializado desde hace décadas en el movimiento obrero norteamericano, explica en su último libro Beaten Down, Worked Up. The Past, Present, and Future of American Labor, lo que considera que puede llamarse el “excepcionalismo antiobrero norteamericano”, es decir, que lo que haría a Estados Unidos una nación “única” no es el “republicanismo”, como sostiene la idea del “excepcionalismo estadounidense”, sino el carácter profundamente antiobrero del estado imperialista. Aunque desde el punto de vista teórico se podría plantear que no existiría tal “excepcionalismo” ya que por definición todo estado burgués es enemigo de la clase obrera, el grado depende de la relación de fuerzas. Con la derrota de la huelga de los controladores aéreos de 1981, por parte del gobierno de Ronald Reagan, y el prolongado “síndrome PATCO” (esa era la sigla del sindicato derrotado) que mantuvo a la defensiva a la clase obrera por décadas, las leyes antisindicales han avanzado de forma cualitativa en Estados Unidos, incluso mucho más que en la Gran Bretaña de Margaret Thatcher, la socia neoliberal de Reagan. Este “excepcionalismo” según Greenhouse implica que “Estados Unidos es la única nación industrial en la cual los trabajadores no tienen derecho legal a licencia paga por enfermedad (…) ni a vacaciones, pagas o no pagas (…) ni ley que garantice la licencia por maternidad paga”. Como escribió en una columna de opinión el economista “bidenista” Paul Krugman, con el sugerente título The Revolt of the American Worker, “Estados Unidos es un país rico que trata muy mal a sus trabajadores”. Entre otras cosas cita las extensas jornadas, los bajos salarios y la flexibilidad horaria. Y concluye que es una “nación sin vacaciones”.
Un elemento que explica este grado exacerbado de “excepcionalismo antiobrero” es el debilitamiento de los sindicatos. En su punto más alto, la tasa de sindicalización llegó a casi el 35% de la fuerza de trabajo en 1954. Actualmente, los sindicatos representan apenas al 10,8% de los asalariados y solo al 6,3% de los trabajadores del sector privado (uno cada 16). En términos absolutos algo más de 14 millones de trabajadores públicos y privados están sindicalizados. La situación es relativamente contradictoria porque si bien la baja tasa de sindicalización ha debilitado cualitativamente el poder de negociación colectiva, los sindicatos conservan poder de fuego porque siguen organizando a sectores estratégicos de la clase obrera en logística (por ejemplo los Teamsters -sindicato de camioneros- al que pertenecen los trabajadores de UPS) y puertos (ILWU) que ahora están en la mira de los intentos de descomprimir los cuellos de botella de las cadenas de suministro.
La guerra antisindical de las patronales tiene estatus legal. Como se vio en el intento derrotado de sindicalización en Amazon (Alabama) la patronal tiene derecho a “persuadir” a los trabajadores de no sindicalizarse, lo que incluye acoso, espionaje, amenazas de cierres o quita de beneficios. Según una investigación del Economic Policy Institute (un centro de estudios económicos y laborales progresista) en 2019 las corporaciones invirtieron 340 millones de dólares en contratos de abogados y otras “profesiones” especializadas en frustrar los intentos de sindicalización.
Además, la patronal cuenta con la práctica legal de contratación de “scabs” (rompehuelgas) para reemplazar a los trabajadores en huelga, y obviamente no paga los días caídos.
A pesar de que la burocracia que dirige los sindicatos y la AFL-CIO (central sindical) es la principal fuerza de colaboración con las patronales, lo que ha erosionado significativamente los derechos de la clase obrera, los trabajadores sindicalizados siguen ganando al menos un 14% más que los no sindicalizados, además de contar con beneficios adicionales como seguros de salud y planes de retiro pagados por la patronal.
Eso explica que en los últimos años, la tasa de sindicalización es la más baja en términos históricos pero la aprobación de los sindicatos está en su punto más alto de las últimas décadas. Una encuesta reciente de Gallup muestra que la tasa de aprobación de los sindicatos es del 68%, la más alta desde 1965. En los jóvenes entre 18 y 34 años llega al 77%, y en los que ganan hasta 40.000 dólares anuales, el 72%.
Un tercer partido de las/os trabajadores y los sectores oprimidos
Lo auspicioso de este nuevo activismo obrero es que tiene fuertes elementos antiburocráticos, que por lo general, son ignorados en las crónicas de los medios afines al partido demócrata.
La burocracia de IATSE, el sindicato que agrupa a los 60.000 trabajadores de Hollywood, enfrentó una rebelión por la base por haber levantado la huelga antes de empezarla.
La huelga de John Deere fue impuesta por los trabajadores que mayoritariamente rechazaron el acuerdo que había suscripto la burocracia del sindicato automotriz (UAW) con la patronal, y que hasta último momento trató de evitar el conflicto. Esta burocracia no solo está desprestigiada por haber entregado huelgas como las de General Motors y ser cómplice de los nuevos contratos flexibles, sino también porque 10 de sus máximos funcionarios, entre los que se encuentran dos presidentes, fueron condenados a prisión por un escándalo de corrupción con fondos del sindicato, en el que también estuvieron involucrados altos ejecutivos de Fiat Chrysler. Esta revuelta contra la burocracia también alcanza a los Teamsters contra la dirección burocrática de James Hoffa.
La burocracia de la AFL-CIO es uno de los principales componentes de la coalición electoral que llevó al gobierno a Joe Biden, recuperando para el partido demócrata los votos de sectores atrasados y más postergados de trabajadores que en 2016 habían votado por Donald Trump, seducidos por su demagogia proteccionista. Como otros demócratas que ocuparon la Casa Blanca, Biden ha prometido promover la llamada Protecting the Right to Organize Act (PRO Act), una ley que facilitaría la organización sindical, una promesa con poco costo para el partido demócrata, que sabe que una ley así no pasará mientras haya republicanos (y demócratas “moderados”) en el senado. Pero además, ni siquiera implica poner en cuestión todo el andamiaje de leyes antisindicales.
Más temprano que tarde, Biden mostró que más que un “tipo de los sindicatos” ha sido siempre un “tipo de las corporaciones”. Aseguró en una entrevista con la CNN que estaría dispuesto a recurrir a la Guardia Nacional para mover los contenedores de los puertos de la Costa Oeste. Y después de gozar de una “luna de miel” inusualmente extendida, las promesas de reformas se vuelven cada vez más esquivas. Y por una mezcla de factores, donde entran desde el retiro de las tropas de Afganistán hasta la inflación, su tasa de aprobación ha caído al 43%, apenas unos puntos por encima que la de Trump.
La clase obrera norteamericana tiene una extensa tradición de combatividad sindical pero ha estado subordinada políticamente al partido demócrata, uno de los dos grandes partidos de la burguesía imperialista. En un clima de polarización, en el que persisten fenómenos de extrema derecha (Trump perdió las elecciones pero el trumpismo mantiene un núcleo duro) esta oleada de huelgas y militancia obrera, junto con experiencias previas como el Black Lives Matter, reactualiza las perspectivas de radicalización hacia izquierda. La estrategia fallida del Democratic Socialists of America que planteó “acumular” dentro del partido demócrata, ligado a la candidatura de Bernie Sanders y el ala “insurgente” de Alexandria Ocasio Cortez, y terminó cooptado por este partido, como muchos otros movimientos progresistas en la historia, hace concreta la necesidad de un tercer partido de la clase trabajadora y los sectores oprimidos, anticapitalista, antiimperialista y socialista, lo que en sí mismo sería un avance para los explotados de todo el mundo.
Fuente original: La Izquierda Diario.