A Filiberto Ojeda Ríos, por todo lo que hizo por la patria.
En las elecciones del 8 de noviembre de 1932, el Partido Nacionalista de Puerto Rico, liderado por Pedro Albizu Campos, obtuvo 5.257 votos. Esta cifra representaba el 1,37 por ciento del total de votos emitidos. Mas, contrario a lo que afirman los estudios oficiales de los procesos electorales en Puerto Rico, Albizu Campos no se sintió en ese momento derrotado o en necesidad de descartar la lucha electoral pacífica como un método eficaz para la supresión del coloniaje. Todo lo contrario, el líder nacionalista estaba lleno de júbilo con el resultado electoral del 8 de noviembre de 1932: «¡Hosanna, que está constituido el ejército libertador! ¡Cuenta con cinco mil plazas! Su lema: valor y sacrificio» (Albizu, Obras, I, p. 394).
El entusiasmo de Albizu iba más allá de los números. Para él, las elecciones generales de 1932 marcaron un hito en la historia de los sufragios coloniales en Puerto Rico en el siglo XX: «Por primera vez durante la intervención militar yanqui, estuvo en manos de los portorriqueños ser los únicos árbitros del resultado electoral» (Albizu, Obras, I, p. 428). Y es que, a su juicio, el imperio no pudo evitar que el 8 de noviembre de 1932 los partidos políticos de la isla le arrebataran al gobernador colonial el poder absoluto sobre las elecciones. La estrategia política y electoral que Albizu Campos seguía, en la calle y «cerca de la Legislatura» (Albizu, Obras, I, p. 377), comenzaba a dar resultados. Por supuesto, esto no alteró su visión de que las votaciones coloniales fueran una farsa. Eso lo venía afirmando él desde mediados de la década de los veinte. Pero, como lo demostraba el caso de España, «la farsa electoral puede convertirse en una realidad demoledora del régimen que agobia a la patria» (Albizu, Obras, II, p. 396). De lo que se trataba después de las elecciones de 1932 era de seguir apelando a la vía electoral pacífica para arrebatarle el poder electoral al imperio. La dinámica misma de la farsa electoral, según Albizu, se encargaría de develar ante el pueblo la condición colonial del Puerto Rico. La única solución real para nuestros problemas era la supresión inmediata del coloniaje, por los medios que fuera.
Saneamiento del proceso electoral
El 24 de julio de 1923 ocurrió un evento político que conmovió a todo el país. La Legislatura colonial aprobó una resolución conjunta para pedirle al Congreso y al presidente de Estados Unidos que se definieran con claridad ante el asunto del estatus definitivo de Puerto Rico (Leyes, 1923, p.785). El gobernador colonial, Horace Mann Towner, la aprobó con su firma el 24 de julio de 1923. Cierto es que la Ley Jones de 1917 había creado una legislatura bicameral (Cámara y Senado) electa, pero el estatuto no tocaba el tema de interés general concerniente al gobernador electivo. Además, confería al presidente de Estados Unidos un veto absoluto sobre las medidas aprobadas localmente (Ley Jones, sección 34). La Resolución Conjunta No. 2, apoyada por todos los partidos políticos de Puerto Rico, buscaba precisamente eso: la otorgación de un gobernador electivo, así como una legislatura completamente soberana.
Albizu Campos militaba entonces en el Partido Unión de Puerto Rico, cuyo programa originalmente aspiraba a la independencia como solución final del problema del estatus. La resolución conjunta aprobada por la Legislatura le llenó de ilusiones. Para él, esa resolución representaba el «primer esfuerzo conjunto que se hace para resolver definitivamente el estatus de nuestra personalidad colectiva» (Albizu, Obras, I, p. 51). El entusiasmo de Albizu Campos en 1923 se explica, en parte, por la visión que este tenía entonces de la Ley Jones y la imposición de la ciudadanía estadounidense. Esta ley del Congreso no alteraba el régimen militar impuesto a la Isla en 1898; pero nos daba la oportunidad, según él, de superarlo. Es más, la alentaba:
Este sistema, como toda ocupación militar, es duro, pero mantiene nuestra personalidad separada, y en respecto a ella se ha denegado la incorporación. La política nacional nos ha ofrecido la oportunidad de definir nuestras aspiraciones colectivas, pero aparentemente no nos hemos dado cuenta de este hecho (Albizu, Obras, I, 55-56).
En efecto, Albizu Campos propugnaba en 1923 la suposición equivocada, aunque vigente para algunos en el siglo XXI, de que los puertorriqueños no hemos resuelto nuestra condición colonial meramente porque no nos hemos puesto de acuerdo. Cierto es que la Ley Jones había bloqueado la conversión de Puerto Rico en un territorio incorporado de Estados Unidos, pero el estatuto federal, a su entender, no había derrotado ni mucho menos la posibilidad de un gobierno propio. La ciudadanía estadounidense, nos dice en 1923, no era contraria a la completa soberanía de Puerto Rico. Dentro de esa ciudadanía «caben todas las soluciones advocadas hasta ahora, inclusive la independencia» (Albizu, Obras, I, p. 53). De hecho, aun sin las adiciones deseadas por la Resolución Conjunta No. 2 de la Legislatura —gobernador electivo y legislatura soberana sobre asuntos locales—, Albizu pensaba que Puerto Rico tenía en 1923 los poderes necesarios para resolver sus problemas más agraviantes, incluida la cuestión agraria (Albizu, Obras I, p. 57).
Las expresiones arriba citadas datan del 12 de octubre de 1923. Cinco meses después, el 6 de marzo de 1924, otro evento político conmovería al país. Dos delegados de una comisión tripartita que había viajado a Washington para recabar los derechos pedidos en la Resolución Conjunta No. 2 publicaron un Manifiesto al Pueblo de Puerto Rico. El documento, firmado por Antonio R. Barceló, presidente del Partido Unión de Puerto Rico, y José Tous Soto, presidente del Partido Republicano, declaraba la «suspensión de hostilidades entre los partidos políticos de la Isla» (Bothwell González, I-1, 426). Al Partido Socialista, el tercero en preferencia del electorado, no se le invitó a firmar el manifiesto.
Albizu Campos, todavía en las filas del Partido Unionista, criticó duramente el que se hubiera excluido a los socialistas. Esta decisión unilateral rompía, según él, con el consenso necesario para resolver el problema del estatus, pues se trataba de descartar un partido constituido en Puerto Rico, representante de fuerzas vivas del país (Albizu, Obras, I, p. 62). Su llamado a la inclusión del Partido Socialista en cualquier entendido electoral respondía, como veremos, a su interés de que se respetara la integridad del proceso electoral permitido en la colonia, por limitado que fuera este. Ello lo llevaría en el futuro, como en 1924, a defender los derechos electorales de todo el mundo, hasta de sus adversarios. El reclamo de saneamiento de los procesos electorales es algo que estará presente en su estrategia frente al imperio por los próximos doce años.
Fuera como fuese, el Partido Socialista quedó excluido del Manifiesto al Pueblo de Puerto Rico. ¿En qué consistía la suspensión o tregua propuesta por el Partido Unionista y el Republicano? Pues en descartar la cuestión del estatus final de la isla y en enfocarse en el interés común de lograr el self-government o, lo que tanto vale, «nuestra propia soberanía dentro de la soberanía de Estados Unidos» (Bothwell González, I-1, p. 427). Los firmantes del Manifiesto aducían haber llegado a esa fórmula no exactamente por ellos mismos, sino a instancias de los líderes de la opinión pública estadounidense, quienes consideraban la cuestión del estatus «más como una cuestión académica, que como un problema de orden práctico» (Bothwell González, I-1, p. 427).
Albizu intentó resolver el problema desde el interior del Partido Unionista, en el que, como hemos dicho, militaba. El 24 de abril de 1924 le escribió una carta a Antonio R. Barceló, presidente de la organización, en respuesta a la propuesta de una alianza exclusiva entre el Partido Unionista y el Republicano (Albizu, Obras I, p. 65). En ella, le presentó un plan para convertir la Alianza Puertorriqueña en una verdadera organización que sirviera de instrumento para la expresión del sentir de las grandes masas del país. Lo primero era, por supuesto, no excluir a nadie: «Lanzar piedras a nuestros compatriotas es insensato». (Albizu, Obras, I, p. 65). Había, pues, que invitar formalmente al Partido Socialista. Lo siguiente era convenir en un programa mínimo que diera espacio a una unidad estratégica. Además del elemento inclusivo, se necesitaba una plataforma común, un entendido sobre el procedimiento de construir la alianza y una distribución radicalmente nueva del poder electoral.
Asamblea del Partido Socialista (1924)
Don Pedro propuso una plataforma económica, cultural y política. La parte económica recogía preocupaciones de todos los partidos políticos: (1) retrotraer las tierras a manos puertorriqueñas, (2) industrialización del país; (3) desarrollar el comercio y la industria marítima y (4) levantar el estándar de vida de los trabajadores. La parte cultural contenía dos puntos básicos: (1) fomentar el estudio de las artes mecánicas y de las ciencias físicas y naturales y (2) restablecer nuestra cultura. La parte política no era muy distinta a las demandas de la Resolución Conjunta No. 2 de la Legislatura: (1) un régimen de transición con un gobernador electivo y un tribunal supremo de Puerto Rico con jurisdicción exclusiva sobre los asuntos de la ley local; (2) un compromiso formal entre todos los partidos políticos para una nueva resolución conjunta que solicitara al Congreso de Estados Unidos la convocatoria de una convención constituyente y (3) la descentralización de la administración gubernamental, con preponderancia en residentes que no fueran de la capital.
Para constituir la alianza multipartidista, propuso un mecanismo de asambleas populares en que prevaleciera el sufragio directo a todos los niveles: municipal, distrital y nacional; o sea, de expresión directa de la voluntad de las masas. Conforme a las secciones 26, 27 y 28 de la Ley Jones, la isla estaba electoralmente dividida en 7 distritos senatoriales y 35 distritos representativos. Pues, bien, este proponía en 1924 que en cada distrito se conformaran juntas locales mixtas, con representación proporcional de cada uno de los partidos políticos. La membresía se determinaría por primarias locales. Las juntas locales escogerían también, por votación directa, una junta de distrito. Es decir, se conformarían, por votación directa, juntas de distritos que dieran cabida a todas las visiones partidistas en la agrupación. El objetivo era estructurar una junta central de la Alianza Puertorriqueña, en que estuvieran representadas todas las juntas de distrito, gracias al mecanismo de votaciones directas desde el nivel local hacia arriba. La función del organismo central sería efectuar el plan aprobado por las distintas asambleas partidistas. No obstante, la selección de candidatos para competir por los puestos electivos de representantes y senadores, así como de los municipales, volvería a recaer sobre los organismos populares y de base. Las juntas locales, por ejemplo, presentarían al electorado tres candidatos para la Cámara. El candidato final sería escogido directamente por los votantes locales. Para las candidaturas al Senado, las juntas de distrito someterían al electorado tres aspirantes, por el mismo mecanismo de elecciones abiertas a nivel del distrito. Finamente, la Junta Central de la Alianza Puertorriqueña convocaría a primarias generales en todo el país para escoger los cinco candidatos a senadores por acumulación y los cuatro candidatos a representantes por acumulación. San Juan, la capital de Puerto Rico, no podría tener más de un senador o representante por acumulación. Todos los candidatos que compitieran para ser candidatos a posiciones electivas tendrían que ser residentes bonafide de la localidad o distrito que aspiraban a representar. Mas no se trataba, según Albizu, meramente de democratizar el proceso de selección de candidatos para las elecciones de 1924, sino, ante todo, de sanear las limitadas estructuras de participación política en la colonia, por medio de la «descentralización de la representación» (Albizu, Obras, I, p. 68). Por eso, para liberar a la Alianza Puertorriqueña de toda influencia oficial, su asiento debía de estar en Ponce o en cualquier distrito que no fuera San Juan.
Como vemos, Albizu aspiraba en 1924 a una organización política y electoral que diera cabida al esfuerzo conjunto de todos los puertorriqueños en la resolución de los graves problemas de Puerto Rico, en particular de su estatus colonial. Ello requería la mayor apertura y democracia organizativa. Ante todo, había que construir el consenso de abajo hacia arriba. Limitado como era, el proceso electoral en la colonia tenía que ser rescatado, a su entender, del control absoluto del imperio y de su representante local, el gobernador estadounidense de la colonia.
Dictadura de la plutocracia
La propuesta de saneamiento electoral hecha por Albizu Campos cayó en oídos sordos. Los presidentes del Partido Unión y del Republicano se reafirmaron en sus bases acordadas para constituir la Alianza Puertorriqueña. La exclusión del Partido Socialista era, para ellos, un punto fundamental. También, el descartar cualquier discusión del estatus político final de Puerto Rico. Además, contrario a lo propuesto por el líder nacionalista, la estructuración de la Alianza sería de arriba hacia abajo. Así, por ejemplo, se suprimió por completo la idea de primarias para seleccionar candidatos y se determinó que la Alianza sería regida por un poderoso directorio ejecutivo, designado por un fuerte comité directivo central. Los poderes del primero serían determinados por el segundo. La dirección central tendría asiento en la ciudad de San Juan. La reunión para ultimar los detalles de la Alianza se celebró en abril de 1924 a puertas cerradas, tomando «todas las precauciones necesarias para aislar el sitio de las conferencias y rodear éstas de la mayor reserva» (Bothwell González, I-1, p. 444). Se trataba, según los dirigentes unionistas y republicanos, de una «tregua de Dios», pero sin democracia directa y sin incluir a los socialistas. Un aire de prepotencia, exageración y fundamentalismo religioso permeaba la declaración que se hizo pública por los presidentes de los dos «partidos históricos de Puerto Rico» (Bothwell González, I-1, p. 448).
Albizu reaccionó disgustado con la traición del Partido Unionista al ideal de la independencia, resultante de la formación de la Alianza. Él no creía en descartar el tema del estatus, sino en un acuerdo formal de todos los partidos para pedir la celebración de una convención constituyente con la aquiescencia del Congreso de Estados Unidos. Su fidelidad al ideal independista era lo primero. Para él, la formación la Alianza, en los términos acordados, significaba el fin del Partido Unionista, de un partido «cuya alma siempre fue nacionalista» (Albizu Obras I, p. 75).
El 17 de mayo de 1924, Albizu publica una provocativa columna en El Mundo titulada “La disolución del Partido Unionista y el Nacionalismo Puertorriqueño”. En ella, hace unas afirmaciones sobre el significado de la Alianza para los derechos electorales del pueblo de Puerto Rico:
«La Alianza Puertorriqueña, fusión de los Partidos que se denominaron Unionista y Republicano, ha colocado al país en el dilema de someterse a la dictadura de la plutocracia o a la dictadura de la demagogia. Se ha destruido el derecho electoral; el directorio resolverá a quién debemos votar en las próximas elecciones si hemos de permitir que éste ejerza la voluntad que pretende» (Albizu Obras, I, p. 73).
Su inconformidad con lo sucedido no se limitaba, por tanto, a la cuestión del abandono por los líderes unionistas del ideal a favor de la independencia. Esto lo resolvió él, en el plano personal, renunciando al Partido Unionista y uniéndose al Partido Nacionalista, que se había fundado en 1922. Aquí había otro tema también profundo, concerniente a los derechos democráticos y la inclusión de los puertorriqueños en los procesos políticos. Con la formación de la Alianza, nos dice, no solo quedó constituido «un nuevo partido dominado por la plutocracia», sino que se destruyeron los derechos electorales de las masas.
Ni faltan ni sobran palabras. Su verbo es siempre una invitación a reflexionar. Plutocracia designa un gobierno de los ricos. Y la Alianza Puertorriqueña se fundó, precisamente, en la exclusión. Fuera de ella quedaron los partidos políticos menores, incluido el Partido Socialista, por su «conexión con las ideas socialistas-comunistas» (Bothwell González I-1, p. 445). Su plataforma social y económica era también de exclusión, especialmente si la comparamos con la propuesta que hiciera Albizu, pero también con la del Partido Socialista (Bothwell González I-1, p. 417). Se hablaba de reformas «conciliatorias» con el gran capital, pero de tal manera que no hicieran mella real en los intereses económicos de los poderosos. Además, como pudimos ver, la Alianza se regiría internamente por un directorio ejecutivo que ahogaba toda participación real de los electores.
¿Por qué nos dice Albizu que la creación de la Alianza Puertorriqueña, en los términos de exclusividad propuestos, equivalía a la destrucción del derecho electoral? ¿Podría esta combinación política dictar en el futuro a quién debía de votarse en las elecciones, sobre todo en las de 1924? Esto nos lleva a un tema que vendría a ser parte integral de su visión estratégica ante la participación electoral: el carácter colonial de las secciones 1 y 88 de la Ley Electoral, estatuto aprobado por el Gobierno colonial el 25 de junio de 1919:
Se establece una Junta Insular de Elecciones permanente que se compondrá de un Superintendente General de Elecciones como Presidente que será designado por el Gobernador con el consejo y consentimiento del Senado y dos personas representando los dos partidos principales de la Isla, quienes serán designados por el Gobernador a propuesta de los organismos directivos centrales de dichos partidos […] La Junta Insular de Elecciones invitará a los jefes o representantes de cada uno de los partidos políticos que tomaren parte en las elecciones para presenciar el escrutinio general. Dichos representantes tendrán el derecho de inspeccionar las hojas de cotejo, papeletas protestadas y cualesquiera otras papeletas en que tuviera necesidad de intervenir la Junta Insular de Elecciones; pero no tendrán ni voz ni voto en el procedimiento (Leyes, 1919, p. 531, 607).
¿Y cuáles eran, en conformidad con los resultados electorales de 1920, los dos partidos principales de Puerto Rico? Pues el Partido Unionista y el Partido Republicano, los mismos que integraban la Alianza, reteniendo, conforme a lo acordado el 19 de abril de 1924, «su personalidad, nombre e insignias respectivas» (Bothwell González, I-1, p. 446). Era este, según Albizu, el meollo del asunto. Estas dos agrupaciones eran partidarias acérrimas del régimen colonial y, amparándose en una ley electoral exclusiva y antidemocrática, establecían ahora una dictadura favorecedora de los ricos y del coloniaje. En adelante, el proceso electoral que en apariencia era controlado por los partidos políticos locales, en realidad era un instrumento del control imperial de los sufragios en la isla. Se conformaba así una imagen ilusoria. Tras los chismes, lacras y pestilencias del partidismo local, se ocultaba el verdadero poder del imperio. Así veía el asunto Albizu el 17 de mayo de 1924. La creación de la Alianza no era más que un velo para encubrir el coloniaje, un paso astuto para formalizar la dominación imperial con el consentimiento de los partidos políticos locales. Lo determinante de todo el proceso era el poder absoluto que la Ley Jones de 1917 le otorgaba al presidente de Estados Unidos. Por eso, la sección 1 de la Ley Electoral se estableció de manera permanente, como garantía de que los súbditos no se salieran de sitio. Poco importaban las trifulcas pasajeras de estos últimos, sus ligas y desligues. Albizu, como veremos, le asignaría un lugar central a la composición de la Junta Insular de Elecciones en su lucha electoral revolucionaria en contra del imperialismo entre 1930 y 1935.
Asamblea del Partido Nacionalista en 1924. Albizu Campos se encuentra en la última fila frente a la bandera.
Ahora bien, en 1924 no estamos todavía frente al Albizu Campos que intervendría en la política colonial como una fuerza telúrica a principios de la década de los treinta. Entre otros factores, él mantenía aún la opinión de que la Ley Jones había otorgado a Puerto Rico los poderes necesarios para que los puertorriqueños resolvieran sus problemas más apremiantes. Hay, no obstante, un germen de duda en este escrito de 1924, pues en él hace referencia a un informe del Departamento de Guerra acabado de publicar, en que los mandos militares manifestaban con claridad que Puerto Rico nunca sería admitido en la Unión Americana ni se le reconocería el derecho a constituirse en nación libre. Un limbo permanente, independientemente de los rumbos que siguieran o descartaran los partidos locales. Además, el informe militar indicaba, con cinismo, que la ciudadanía imperial era tan solo «un medio imperial para mantenernos sujetos al mandato yanqui» (Albizu Obras I, p. 74-75). O sea, que los procesos electorales en la colonia, con todas sus incongruencias, chismes y agrias disputas, no invalidaban el adagio aquel de que donde manda capitán, no manda marinero.
Estrategia y lucha electoral
El 12 de mayo de 1930 Pedro Albizu Campos es electo presidente del Partido Nacionalista. Su programa político coloca en primer plano la lucha electoral, pero ahora vinculada a una estrategia revolucionaria mayor:
El Partido Nacionalista solemnemente declara que es inaplazable la supresión inmediata del coloniaje norteamericano, y se compromete a celebrar la convención constituyente que establezca en Puerto Rico el gobierno de una república libre, soberana e independiente, tan pronto reciba el sufragio de las mayorías (Albizu Obras I, p. 161).
Si bien Albizu adopta en 1930 la lucha electoral como un «medio eficaz» ((Albizu Obras I, p. 339) para alcanzar su programa, nunca confirió un valor absoluto a los medios legales. Sería el curso mismo de la lucha revolucionaria, a su entender, lo que determinaría el medio de lucha a seguir. Por razones ideológicas y humanitarias, este valoraba los medios pacíficos «porque es la norma que ha de respetarse en la edad contemporánea» (Albizu Obras I, p. 437). La sensatez obligaba, según él, a agotar los recursos de paz. Mas, advierte, ya en 1930, que no descarta el uso de medios armados: «Si no se nos oye, si no se nos atiende, si se nos maltrata, recurriremos entonces a las armas» (Albizu Obras I, p. 287). Esta valoración relativa de los medios de lucha está presente en la estrategia revolucionaria de Albizu durante el período que aquí estudiamos, 1923-1935.
Albizu era un gran comunicador. Sus destrezas como orador eran conocidas dentro y fuera de Puerto Rico. En eso, él seguía la tradición de grandes oradores como José de Diego. Para avanzar su intensa campaña ideológica en contra de los otros partidos, utilizó los dos medios de comunicación social dominantes: la radio y la prensa. No tenemos copia de sus comunicaciones radiales en esos años. Lo que sí sabemos es que, ya para diciembre de 1931, la International Telegraph & Telephone Co., dueña de la Radio Corporation of Porto Rico, suspende la transmisión radial de los discursos nacionalistas (Albizu Obras I, p. 361). Sus frecuentes escritos periodísticos, por el contrario, adquirieron una gran presencia en el país, en parte, gracias a lo que él llamaba una «prensa independiente» que se había desarrollado desde fines de la década de los veinte en la isla. Esto suponía, por supuesto, que Albizu utilizara un lenguaje vivo y eficaz y que diera a su escritura el mismo poder comunicativo que tenían sus discursos radiales. El reto era lograr esto en un país en que la política electoral era un «saco de chismes» (Albizu Obras I, p. 433).
Efectivamente, con eso es lo que se encuentra Albizu el 12 de mayo de 1930: con un ambiente político partidista plagado de lo que él llamaba «legajo de enredos boricuas» (Albizu Obras I, p. 427). Una olla de grillos, por así decirlo. El período de 1924 a 1930 había sido particularmente arduo, pues los partidos principales recurren a todo tipo de ardides, pactos y traiciones mutuas para impedir el triunfo de los adversarios (Bayrón, Elecciones, pp. 167-168; Nolla & Silén, pp. 137-139). La raíz inmediata del estado de desavenencias entre ellos, sin embargo, no era tanto de índole programática como económica: la lucha por los puestos públicos y las bienandanzas del presupuesto. En esto el gobernador colonial mantenía a todo el mundo sujeto a sus decisiones y caprichos, pues la sección 12 de la ley Jones le confería a este la «supervisión general y control de todos los departamentos y oficinas del gobierno de Puerto Rico» (Ley Jones, sección 12). Era él quien repartía el bacalao. Sin el favor del gobernador nombrado por el presidente de Estados Unidos, la membresía de un partido político quedaba fuera de la burocracia local, se le acababa el patronazgo político. Por eso, Albizu decía que, al final de cuentas, poco importaba quién ganara o perdiera las elecciones. Lo decisivo era obtener el favor del gobernador de la colonia. Estados Unidos buscaba, según él, «anarquizar la nación» por medio de la conducta liosa y servil de los partidos de gobierno (Albizu Obras II, p. 102). La conceptualización de los procesos electorales de Puerto Rico como algo anarquizante resulta interesante, pues, aparte de esta determinación, el país estaba dominado aplastantemente por los monopolios, es decir, por lo opuesto de la anarquía.
El saneamiento de los procesos electorales en 1930 era, pues, tan imperioso como en 1924. Albizu debe de haber recordado el destino de su propuesta inicial para una verdadera alianza puertorriqueña en 1924, que no llegó a ninguna parte. Ahora, como en 1924, el manto de chismes y enredos lo cubría todo. Tras esto, por supuesto, estaban las disposiciones autoritarias y anarquizantes de la Ley Jones. Despejar la imagen ilusoria de que los conflictos electorales en Puerto Rico poseían un valor realmente determinante no sería tarea fácil. ¿Cómo insertarse en el medio ambiente de «chismes y enredos» electorales sin caer en las trampas y las falsas ilusiones?
Albizu resuelve lo anterior con la adopción de un principio político inmunizador en la escena electoral del país:
«El Partido Nacionalista aceptará solamente aquellos cargos que dependan de la soberanía de nuestro pueblo, o sea, únicamente los cargos electivos, pero nunca solicitará directa ni indirectamente puestos en la administración de la colonia que dependan de la voluntad del Presidente de Estados Unidos, o de su mandatario en Puerto Rico, el Gobernador de la colonia». (Albizu Obras I, p. 176).
La experiencia de 1924 le había demostrado la futilidad de buscar el saneamiento del ambiente electoral puertorriqueño solicitando afectuosamente la cooperación de los principales partidos políticos. Ante todo, estos existían, según él, para «asaltar» el presupuesto colonial. Quizás no era ni culpa de ellos, sino de la Ley Jones que estructuraba un electoralismo enfermizo, concentrado en los dos partidos principales. Pero, si bien Albizu no podía determinar lo que hicieran otras organizaciones, él sí podía proponer una fórmula para que el Partido Nacionalista se inmunizara de la enfermedad que representaba la corrupción política: «Tampoco por supuesto entrará en arreglos, entendidos, alianzas o pactos de ninguna clase con ningún otro partido político a base de la división del presupuesto porque esa práctica es corruptora de la moral pública» (Albizu Obras I, p. 176). La asamblea general, celebrada en el Ateneo el 12 de mayo de 1930, adoptó esta medida anticorrupción.
Albizu, pues, no rechazaba en 1930 todos los arreglos, entendidos, alianza o pactos con otros partidos. Él rechazaba las uniones basadas en la división del presupuesto. De hecho, durante la historia electoral previa del Partido Nacionalista, es decir, de 1924 a 1930, esa había sido la norma del partido: «Tal es la voluntad soberana del partido al repudiar desde el año 1924 hasta ahora las combinaciones que los partidos existentes le han propuesto» (Albizu Obras I, p. 176).
El punto fundamental es que en 1930 Albizu le confirió un gran valor a la participación en el proceso electoral en la colonia, a pesar de su naturaleza restringida: «El partido cree que la vía electoral será eficaz para la realización de su programa» (Albizu Obras I, p. 339). El 23 de mayo de ese año, en una entrevista con periódico El Mundo, el líder nacionalistaanunciaba que el Partido Nacionalista «recurrirá a las urnas y se valdrá de todos los medios legales a su alcance, incluyendo por supuesto la inscripción en la Secretaria Ejecutiva o en cualquier organismo colonial existente según disponga la Ley Electoral para entonces vigente» (Albizu Obras I, p. 174-175). De nuevo, no es correcto afirmar que Albizu tenía falsas ilusiones sobre las elecciones en Puerto Rico. La opción de no recurrir a las urnas ya había pasado por su mente en 1927 (Albizu Obras I, p. 96). Pero en 1930, él tiene razones para entender que votar es la vía a seguir, el proceso a agotar.
Tres son los argumentos que Albizu emplea para justificar este acercamiento al proceso electoral en la colonia en ese momento. Primero, su creencia, ya señalada, en la sensatez de «agotar los recursos de la paz» (Albizu Obras I, p. 437). Segundo, su respeto a las expresiones de la voluntad de nuestro pueblo, por más restricciones formales que les hubiera puesto el Gobierno colonial: «Los cargos electivos constituyen la única representación que tiene la nación puertorriqueña bajo la intervención norteamericana. De esa representación la más importante es la Legislatura» (Albizu Obras I, p. 432). Puerto Rico es, a su juicio, una nación ilegalmente intervenida por Estados Unidos. El veto absoluto del presidente de Estados Unidos es la negación de los poderes legislativos (Cámara y Senado) creados por la Ley Jones. Las elecciones generales son, por tanto, una farsa o comedia. Pero esa ficción es el único espacio que le queda a la nación puertorriqueña para afirmar pacíficamente su soberanía o voluntad. Aunque no rechaza categóricamente el uso de las armas, Albizu afirma que de lo que se trata ahora es luchar de manera concreta en los contextos que sea posible: «Ante la ocupación militar invasora, la nación puertorriqueña tiene que organizar su personalidad jurídica […] Tiene que hacerlo bajo las condiciones adversas que le impone la fuerza enemiga ocupante» (Albizu Obras II, p. 396). Finalmente, la participación electoral, precisamente por su naturaleza falsaria, puede servir, según Albizu, para una «intensa campaña ideológica para demostrar al país las falacias que contienen los programas políticos de los otros partidos» (Albizu Obras I, p. 164).
Las elecciones generales estaban pautadas para el 8 de noviembre de 1932. Entre 1930 y esa fecha, se entablaría una verdadera situación de tirijala entre el Gobierno colonial y el Partido Nacionalista alrededor de las decisiones y la composición interna de la Junta Insular de Elecciones. El primero buscaba evitar la inscripción y las candidaturas de los nacionalistas. La idea era sacar al nacionalismo de la ruta legal. Albizu, por su parte, impulsaba, además de la aplicación estricta de los reglamentos electorales (inscripción, candidaturas, etc.), arrebatarle al gobernador colonial el control de la Junta Insular de Elecciones. Esto solo sería posible si, contrario a lo estipulado en la sección 1 de la Ley Electoral, todos los partidos tenían igualdad de voz y voto en el organismo regente. Es cierto que el gobernador siempre tendría un representante, pero la composición numérica podía afectar los resultados oficiales de los escrutinios a nivel local y nacional, facilitando o impidiendo la pureza del proceso. Además, mientras fueran solamente los dos partidos principales los representados en la Junta Insular de Elecciones, el Ejecutivo colonial podría manipular el uno contra el otro. Al alterarse el número, se abría la posibilidad, según el líder nacionalista, de que los puertorriqueños fueran los «únicos árbitros del resultado electoral» (Albizu Obras I, p. 428).
Las elecciones generales de 1932
La composición de la Junta Insular de Elecciones era, según Albizu, una «alta cuestión de principio» que afectaba a todos los partidos políticos, pero ninguno de ellos se había atrevido a desafiarla con valentía (Albizu Obras I, p. 327). De hecho, sin una compresión clara de esta observación del líder nacionalista, toda la historia electoral de la isla, entre 1924 y 1930, no se muestra más que como un «legajo de enredos boricuas» (Albizu Obras I, p. 427).
No había ni un solo partido que no objetara de algún modo a la sección 1 de la Ley Electoral de 1919, aclara Albizu. Este era un yugo político que los constreñía a todos. De hecho, entre 1930 y 1933 no faltarían los esfuerzos y las propuestas legislativas para enmendar esta sección categórica de la ley. El problema es que, al llegar el momento decisivo, o sea, de enfrentamiento con la voluntad del gobernador colonial y, en particular, con la del presidente de Estados Unidos, los líderes coloniales reculaban, se ponían a pelear entre sí y se infligían entre ellos las traiciones más burlescas. Siendo «cobardes de piel cobarde», como diría Miguel Hernández, siempre cabía en ellos pensar que fuera un partido adversario, y no el suyo propio, el que quedara al final en minoría o excluido de la Junta Insular de Elecciones. Se trataba, al fin y al cabo, tan solo de dos miembros de los partidos políticos principales; además, por supuesto, del representante del gobernador. Todo era asunto, entonces, de formar mayoría en conformidad con este último. En esto se habían consumido 13 años de vida de nuestro pueblo, en elecciones fantasmagóricas.
¿Cómo llevar a cabo en 1930 una intensa campaña ideológica en un medioambiente político dominado por los chismes y enredos? La clave era el lenguaje. Ya desde su retorno de Suramérica, Albizu venía proponiendo una nueva conceptualización del coloniaje en Puerto Rico. Esta descansaba en el uso de un lenguaje exacto y de elevado contenido antimperialista. En el centro de ese análisis estaba el mismo tema que él había tratado en 1923: la Ley Jones. Pero ahora vista con arreglo a su objetivo primordial: el dominio aplastante de la economía de Puerto Rico por los monopolios estadounidenses. Albizu Campos insertaba nuestra experiencia en el marco de la dominación imperialista de América Latina y el Caribe. Sí, es cierto, aquí existían partidos políticos y elecciones, inclusive antes de 1898. Sin embargo, tanto la Ley Jones como el engendro de la Ley Electoral de 1919 tenían el efecto principal de vaciar a los partidos políticos locales de todo contenido político trascendental. De hecho, Albizu afirmaba que tras los arreglos, entendidos y escaramuzas de los sufragios, se escondía una ley inexorable: la tendencia a la disolución de los partidos políticos de Puerto Rico, programática y organizativamente. Eso explicaba, según él, el comportamiento desquiciado de las agrupaciones partidistas coloniales en las elecciones de 1924 y 1928. La lógica electoral estaba situada fuera de los procesos electorales, o sea en la Ley Jones y la Ley Electoral de 1919. Por eso Albizu insistía en que el Partido Nacionalista tenía que mantenerse al margen de esta dinámica, particularmente mediante el rechazo de los puestos ejecutivos. El partido tenía que ser un no partido, en el sentido que lo determinaba la Ley Electoral de la colonia. Además, su disolución, contraria a la de los partidos coloniales, sería un acto de afirmación política:
El Partido Nacionalista pondrá a prueba si existe o no el sufragio en Puerto Rico y colocará a prueba el régimen en forma definitiva cuando decrete la Convención Constituyente de la República al obtener el voto de las mayorías […] Tan pronto recibamos el sufragio de las mayorías proclamaremos la constitución de la República a las veinte y cuatro horas de haberse efectuado las elecciones. Tales son las disposiciones terminantes de nuestro programa (Albizu Obras I, p. 329, 338).
El Partido Nacionalista dejaría, pues, de existir como agrupación electoral al alcanzar el sufragio de las mayorías. Solo la convención constituyente sobreviviría al electoralismo colonial. A eso se refería Albizu al decir que el nacionalismo era un movimiento emancipador. ¿Cómo conceptualizar entonces a los partidos colaboradores del imperialismo? Su respuesta es una contestación a las disposiciones electorales de la Ley Jones:
Frente al movimiento emancipador nacionalista existe en el país la agrupación gubernamental que viene prestando toda su cooperación al régimen militar imperante para socavar los cimientos de la patria […] Esa agrupación gubernamental está dividida en facciones enemigas entre sí que se disputan con acritud los puestos públicos que el invasor pone a su disposición para que sean instrumentos de la política imperial que pretende aniquilar al pueblo de Puerto Rico (Albizu Obras I, p.325).
Más adelante nos detendremos en la conexión estructural de las mencionadas facciones gubernamentales y las disposiciones electorales de la Ley Jones. Baste, por el momento, con señalar lo siguiente. En su importante libro El Jefe, Nieve de los Ángeles Vázquez estudia con rigurosidad el tema de la corrupción política en la isla en el 1898. Sería inexacto, según la autora, decir que la putrefacción gubernamental llega a Puerto Rico con las tropas invasoras. Lo que añadiríamos es que, si bien la corrupción política estaba presente antes del 1898, tanto la Ley Jones como la Ley electoral de 1919 la codifican subrepticiamente. A partir de estas leyes, la corrupción política deviene un sistema refrendado por el imperio y sus colaboradores criollos. Dado el avance arrollador de los monopolios estadounidenses durante las primeras décadas del siglo XX, esta práctica devino «la única industria que les quedó a los directores nativos para vivir» (Albizu Obras I, p. 393). Y así la practicaban, como una explotación rentable.
Las elecciones de 1932 fueron las cuartas realizadas bajo la Ley Electoral de 1919. Aunque el estatuto fue enmendado varias veces durante esos trece años, la sección 1 permaneció invariable. Solo ella garantizaba, de forma estable, el control imperial de los procesos eleccionarios. El gobernador, a través del superintendente de la Junta Insular de Elecciones, era el árbitro de los resultados. Él decidía de modo despótico la conformación de la mayoría, poniéndose a favor de un lado o de otro en las controversias. Entre 1930 y 1932, sin embargo, ocurriría una serie de eventos que pondrían de manera temporal en jaque esta potestad. Un elemento clave de esto fue la estrategia electoral revolucionaria de Albizu Campos. El resultado fue que el 6 de julio de 1932, apenas cuatro meses antes de las elecciones generales y en medio de una gran turbulencia política en la cual don Pedro intervino, la legislatura aprobó una enmienda a la sección 36 de la Ley Electoral, que impactó la aplicación de la sección 1:
Si los dos partidos principales se combinaren en cualquier forma, bien fusionándose o postulando el mismo candidato para Comisionado Residente en Washington, o nominando los mismos candidatos en una mayoría de los distritos senatoriales o representativos de la Isla, entonces los observadores nombrados de acuerdo con las secciones 1, 13 y 47 de esta Ley por los partidos organizados y los partidos inscritos por petición en toda la Isla a base del diez por ciento o más del voto total emitido para Comisionado Residente a los Estados Unidos en los últimos comicios precedentes, tendrán voz y voto en las deliberaciones y decisiones de la Junta Insular y juntas locales de elecciones, y tendrán en todos los respectos los mismos derechos y obligaciones que se estipulan para los representantes de los partidos principales (Leyes 1932, p. 19).
¡Helo ahí! El mismo principio de democracia electoral defendido por Albizu Campos en 1923, aunque ahora en el marco estrecho del sistema electoral de la colonia, por aquello de que el nacionalismo no rechaza pelear en las «condiciones adversas que le impone la fuerza enemiga ocupante». El reto para el líder nacionalista, pasadas las elecciones de 1932, sería agitar para insertar esta igualdad de voz y voto en el lenguaje mismo de la sección 1. Es decir, para hacerla permanente y no condicional.
Una junta electoral para que no haya acuerdo
El lugar del lenguaje burocrático en la historia del imperialismo en Puerto Rico debería ser objeto de estudio. Tanto la Ley Jones como la Ley Electoral de 1919 son documentos que impresionan por la exactitud del lenguaje con que se escribieron todas y cada de sus disposiciones. Bien redactadas, por haber sido bien pensadas, no eran ordenanzas efímeras. La primera está aún vigente en sus aspectos fundamentales. La segunda no sería revocada hasta 1974 (Bayrón, Elecciones, p. 82). ¡Impresionante! En estos estatutos se plasmaron las reglas con que el imperio quería que los distintos componentes de la sociedad puertorriqueña colaboraran en la empresa colonial. Se concretó, además, el lenguaje con que el amo quería que sus súbditos se vieran a sí mismos. No es solo que nos llamáramos oficialmente «portorriqueños», en lugar de puertorriqueños, sino que nuestra visión legalista sería, en adelante, constreñidamente colonial. En la forma era parecida a la de Estados Unidos; en contenido, sui generis. El sistema electoral, insistía Albizu, no era nuestro ni estaba bajo nuestro control. Mas, era de participación. El problema es que participábamos para enajenar, mediante reglas apretadas, el derecho a decidir políticamente.
El sistema electoral de la colonia quedó estructurado en 1919 de manera que los comicios generales inmediatamente anteriores controlaran los comicios siguientes. Esto sería así, salvo que intervinieran enmiendas legislativas (siempre sujetas a la aprobación del gobernador) o que el Tribunal Supremo de Puerto Rico dictaminara una violación de un derecho constitucional, como sucedió en el caso Martínez Nadal vs. Saldaña, 38 DPR 446 [1928], que modificó, en el aspecto cuantitativo, las reglas de candidaturas. El factor decisivo es aquí el resultado de la votación por comisionado residente en Washington en los comicios inmediatamente precedentes. Con arreglo a esto, los partidos se clasifican, a partir de 1919, en dos grupos: partidos principales y partidos debidamente organizados. Los partidos principales, conforme a la sección 14 de la Ley Electoral de 1919, eran «los dos partidos que depositaron el mayor número de votos, en primero y segundo término, para Comisionado a Washington, en las últimas elecciones generales» (Leyes 1919, p. 535). Un partido debidamente organizado era «cualquier organización política que haya depositado el veinte por ciento de la totalidad de los votos de la Isla para Comisionado a Washington en la elección anterior» (Leyes, 1919 p. 536-537). Esto baja al diez por ciento con el caso Martínez Nadal vs. Saldaña. Los partidos principales gozaban de importantes prerrogativas. Podían someter propuestas de candidatos partidistas a la Junta Insular de Elecciones, aunque la designación final estaba en manos del gobernador. Al igual que los partidos debidamente organizados, podían nombrar candidatos por medio de convenciones debidamente convocadas (Leyes 1919, p. 559). Pero, lo más importante era la función de los partidos principales en el escrutinio de votos, tanto a nivel del colegio electoral como a nivel nacional (Leyes, 1919, pp. 593-605). Todo el proceso, desde la mesa electoral hasta el escrutinio general, estaba bajo el control directo de los representantes de la Junta Insular de Elecciones. Es decir, del representante del gobernador y de los dos partidos principales. Al respecto, señala la sección 88 de la ley:
La Junta Insular de Elecciones invitará a los jefes o representantes de cada uno de los partidos políticos que tomaron parte en las elecciones para presenciar el escrutinio general. Dichos representantes tendrán el derecho de inspeccionar las hojas de cotejo, papeletas protestadas y cualesquiera otras papeletas en que tuviera necesidad de intervenir la Junta Insular de Elecciones; pero no tendrán ni voz ni voto en el procedimiento (Leyes 1919, p. 607).
El resultado final, como bien señaló Albizu Campos, era el control del resultado electoral por el gobernador colonial. Eso fue exactamente lo que ocurrió en las elecciones de 1920, 1924 y 1928. Tras la visible anarquía de las pugnas entre los partidos políticos gubernamentales, de sus abrazos y rupturas, se abría paso inexorablemente la voluntad imperial. El proceso electoral era, pues, una máquina bien aceitada para dominio de la nación. La conformación interna de la Ley Jones, operando a través de la Ley Electoral, lo determinaba todo.
Las elecciones de 1928 son el punto de partida para hablar de las de 1932. Dos partidos políticos quedaron en primero y segundo lugar en 1928: el Partido Alianza Puertorriqueña de los Partidos Unión de Puerto Rico y Republicano Puertorriqueño, con 132,826 votos, y el Partido Socialista Constitucional, con 123,415 votos (Bayrón, Elecciones, p.168). ¿De dónde salen estos partidos principales? La respuesta se obtiene evaluando los comicios de 1928 con la misma metodología que usamos para evaluar los de 1932: dándole una mirada a los sufragios inmediatamente anteriores, esto es, a los de 1924. «Los muertos torturando a los vivos», como diría Marx. Antes, sin embargo, es importante recalcar la visión de Albizu de que el efecto combinado de la Ley Jones y la Ley Electoral era desinflar a los partidos colaboracionistas de todo contenido político real. Devenían formas vacías, pues no solo abandonaban su visión programática de origen, en última instancia su postura original ante el estatus, sino que llegados al poder se olvidaban de gobernar. Sus metamorfosis ulteriores fueron transformaciones vacías, meros cambios de forma que no alteraban ni su vacuidad ni su articulación con la Ley Jones. Si no tenían una determinación esencial intrínseca al comienzo de la metamorfosis, tampoco la podían tener al final del recorrido. Por eso, se abrazaban y volvían a separar, y hasta se cambiaban de nombres, sin dejar de ser lo que eran desde el principio: facciones del partido gubernamental. Es más, aclaraba Albizu Campos, los agrios conflictos entre estas facciones carecían de vida propia. Ninguna proclama de alianza interpartidista, ruptura o conversión a partido ocurrió sin una conexión directa con cambios imperiales a la Ley Electoral. Tras de estos cambios y mutaciones, fuera en 1924, 1927 y, como veremos, 1932, estaba la mano, visible a veces, oculta casi siempre, del imperio. Digamos que la Ley Electoral —incluidas las enmiendas entre 1920 y 1932— eran la médula de la política eleccionaria en la colonia, mientras que los partidos políticos eran sus miembros secundarios.
De nuevo, lo que permanece esencialmente invariable hasta tres meses antes de las elecciones de 1932 es la sección 1 de la Ley Electoral. Nadie, hasta la entrada de Albizu Campos al escenario partidista en 1930, se atrevió a combatirla con firmeza. Los cambios en el teatro electoral, o sea, las meras escaramuzas entre los partidos y facciones gubernamentales, eran episodios de autoflagelación política. Las agrupaciones se abrazaban y volvían a separar en función de las candidaturas individuales y colectivas. Anarquía política total, en una isla dominada económicamente por los monopolios. Lo decisivo aquí, después de la sección 1, era la sección 40 de la Ley Electoral, que controlaba las llamadas candidaturas comunes y alianzas entre los partidos, fenómeno dominante en el escenario político de la isla en la década de los veinte.
En su primera versión, aprobada el 25 de junio de 1919, la sección 40 de la Ley Electoral permitía el «nombramiento de un candidato para el mismo cargo, por dos o más partidos» (Leyes 1919, p. 565). Menos de un año después, el 12 de mayo de 1920, se elimina esta cláusula (Leyes 1920, pp. 115-117). Faltaban entonces seis meses para las elecciones generales de comienzo de la década. Pero, cinco meses antes de las elecciones siguientes, el 18 de junio de 1924, se aprueba una cláusula con un lenguaje casi idéntico al de 1919: «Nada de lo contenido en esta Ley se interpretará en el sentido de impedir que una persona sea nombrada como candidato para el mismo cargo por dos o más partidos políticos» (Leyes 1924, p. 43). Esto da paso a lo que se conoce como el Cuatrienio de las alianzas y coaliciones (Bayrón, Elecciones, p.159). Por un lado, se oficializa la alianza entre el Partido Unión de Puerto Rico y el Partido Republicano Puertorriqueño, que viene a llamarse la Alianza; por el otro, se organiza una coalición del Partido Socialista con el Partido Constitucional Histórico (una escisión del Partido Republicano), que viene a llamarse la Coalición. En las elecciones generales del 4 de noviembre de 1924, la Alianza prevalece sobre la Coalición, 163,041 a 90,679 votos. Conforme a la Ley Electoral, la Alianza elige al comisionado en Washington para el cuatrienio 1924-1928 (Bayrón, Elecciones, p. 162).
Mas los acuerdos y entendidos entre los partidos políticos en cuanto a candidaturas comunes, sean cuales fueran, no podían alterar el efecto de la sección 1 de la Ley Electoral. Aunque el candidato a comisionado en Washington fuera el mismo, las papeletas llevaban los nombres de los partidos políticos individuales y se votaba bajo sus respectivas insignias. Individualmente, los partidos con más votos para comisionado en Washington en 1924 fueron el Partido Unión (miembro de la Alianza, con 132,755 votos) y el Partido Socialista (miembro de la Coalición, con 56,103 votos). Conforme a la sección 1 de la Ley Electoral, la Junta Insular de Elecciones estaría conformada por los próximos cuatro años, o sea, hasta los comicios de1928, por un representante del Partido Unión (miembro de la Alianza) y uno del Partido Socialista (miembro de la Coalicion), además del superintendente general. En la Junta Insular de Elecciones no podía sino prevalecer la discordia entre los partidos principales. El representante del gobernador era, pues, el árbitro absoluto de la gallera. El 7 de mayo de 1927, empero, se elimina de nuevo la estipulación sobre candidaturas comunes (Leyes 1927, p. 395). Como si lo anterior fuera poco, se enmendó también la sección 42 de la ley Electoral, concerniente a Divisas y Títulos de los Partidos. En adelante, las ligas partidistas, fingidas o sinceras, podrían participar en el proceso electoral bajo un mismo nombre, con todos los derechos y prerrogativas de un partido indiviso:
La alianza o coalición que concurra a las urnas bajo un mismo nombre o divisa […] será considerara como un solo partido con las mismas prerrogativas, derechos y deberes, que, de acuerdo con la ley, tienen los partidos que la integran, y en lo sucesivo será considerada como partido principal u organizado, de acuerdo con los números de votos que obtenga en la elección (Leyes 1927, p, 397).
La segunda metamorfosis no tardó en ocurrir. Los dos partidos que acudieron coaligados a las elecciones de 1924 bajo el nombre de la Alianza, el Partido Unión y el Partido Republicano, se inscriben en agosto de 1928 para ser considerados en adelante como un solo partido, el Partido Alianza Puertorriqueña de los Partidos Unión de Puerto Rico y Republicano Puertorriqueño (Bayrón, Elecciones, p. 167-168; Nolla-Acosta, p. 137). Los dos partidos que concurrieron coaligados a las elecciones de 1924 bajo el nombre de la Coalición, el Partido Constitucional Histórico (Republicano Puro) y el Partido Socialista, se inscriben en julio de 1928 para ser considerados en adelante como un ente singular, el Partido Socialista Constitucional. Todo con miras a las elecciones de noviembre de 1928. Aunque no queda del todo claro si en el caso de los socialistas y constitucionales se dio una verdadera fusión o meramente un pacto libre electoral, lo cierto es, al menos, que pretendieron entonces ser uno en alma y cuerpo. Mas, como los electores se dieron cuenta de que esta metamorfosis era tan hueca como las anteriores, siguieron refiriéndose al primer partido como la Alianza, y al segundo como la Coalición. Nada había cambiado para la gente.
Las elecciones de 1924 habían sido, según el informe anual del gobernador colonial Horace Towner, un «dolor de cabeza» (Report, 1925, p. 66). Esto, a pesar de que el superintendente general durante los comicios, Mr. E. W. Keith, era un «americano continental de gran habilidad y carácter» (Ibid.) Los demás funcionarios, en particular los pertenecientes a la Alianza Puertorriqueña, que gozaba de representación exclusiva en la Junta Insular de Elecciones en 1924, se comportaron «escandalosamente» (Nolla-Acosta, p. 125). Entonces llegó la nueva ley electoral de 1927. Las cuatro agrupaciones o facciones gubernamentales se transmutaron en solo dos para las elecciones de 1928. Cada una de ellas, aliancistas y coalicionistas, estaba representada con voz y voto en la Junta Insular de Elecciones. Los de 1928 fueron sufragios tan ejemplares que ni el gobernador los mencionó en su informe anual. Pero como en todo matrimonio de conveniencia, no basta con el intercambio de promesas, los anillos y las ceremonias. Pronto afloraron las mañas, recelos y vicios de cada parte.
En efecto, el cuatrienio 1928-1932 estuvo marcado por una algarada intensa entre las facciones colaboracionistas con el régimen. Una gallera dominada por las separaciones, abrazos y cambios de nombres. Puro teatro, pero no fácil de describir. El Tribunal Supremo de Puerto Rico y la Corte Federal del Primer Circuito tuvieron que intervenir. Las causas reales de las agrias controversias, por supuesto, eran la lucha en torno a los puestos públicos y la búsqueda de posiciones favorables en la Junta Insular de Elecciones y, por tanto, ante el gobernador colonial (Nolla-Acosta, pp. 155-156). Al final, quedarían formados tres bandos gubernamentales para las elecciones de 1932: el Partido Unión Republicana (seguidores del Partido Republicano pertenecientes a la Alianza de 1928, más el liderato del Partido Constitucional Histórico), el Partido Liberal (seguidores del antiguo Partido Unión, que estuvieron hasta entonces en la Alianza) y el Partido Socialista. El primero y el tercero terminaron pactando para ir juntos a las elecciones generales de 1932.
¿Qué fuerzas operaban, en realidad, tras las mencionadas enmiendas a la Ley Electoral entre 1920 y 1928? ¿Se originaban estas exclusivamente en los conflictos y agrias disputas de los partidos gubernamentales, en sus divergencias programáticas y oportunismo político? ¿O era, por el contrario, el imperio el que tejía estas revisiones a la Ley Electoral para mantener el control de los procesos electivos? La historiografía oficial se inclina por la primera interpretación: que se trababa de pugnas y discordias entre los partidos históricos o principales. Algo de razón hay. No obstante —y este es el meollo de la advertencia de Albizu Campos—, ninguna enmienda aprobada por la legislatura se convertía en ley a menos que recibiera la aquiescencia del gobernador nombrado desde Washington. Conforme a la sección 34 de la Ley Jones, este tenía poder de veto sobre cualquier proyecto legislativo. Y si dos terceras parte de la Legislatura lo contrariaban, entraba entonces el veto absoluto e irrevocable del presidente de Estados Unidos (Ley Jones, sección 34). ¡Hablando de confiar en los colonizados! Claro, esto no exime de responsabilidad histórica a los líderes de los partidos coloniales, pero, ciertamente, pone en perspectiva el contexto legal en que se operaba. El mayor defecto de este liderato, como lo indicó Albizu, era aceptar las reglas del juego impuestas por Estados Unidos. Y estos sucumbieron, sin ofrecer resistencia, a la «política de espinas dorsales encorvadas o rotas por la voluntad norteamericana» (Albizu Obras I, p. 328).
Directiva del Partido Socialista durante la Convención del Partido en el Teatro Municipal de San Juan – 1926
El comportamiento anárquico de los partidos políticos coloniales entre 1920 y 1932 puede resumirse de la manera siguiente. Primero las facciones gubernamentales poseen una existencia propia: unionistas, republicanos y socialistas. Las elecciones de 1920 dan los asientos de la Junta Insular de Elecciones a los primeros dos, pues quedaron como partidos principales. Para las elecciones siguientes, se metamorfosean en bandos con candidaturas comunes de cada lado: La Alianza, sombrilla de los unionistas y republicanos, y la Coalición, toldo de los socialistas más un desprendimiento de los republicanos, llamados los republicanos puros o constitucionalistas históricos. Los comicios de 1924 dan un asiento a los unionistas y otro a los socialistas. En 1927 se prohíben las juntillas. Surge el Partido Alianza Puertorriqueña, que para las elecciones de 1928 se presenta como un solo partido en que se han fundido —de nombre al menos— el Partido Unión de Puerto Rico y el Republicano Puertorriqueño. También aparece un partido, que no queda claro si es un partido o meramente una coalición electoral libre: el Partido Socialista-Constitucional, juntilla de los socialistas y republicanos puros. Las elecciones de 1928 dan un asiento a cada bando. Se reanudan los dimes y diretes: la Alianza se rompe en 1929 y los republicanos se quedan con el nombre y los símbolos de la sombrilla. Los republicanos son ahora unionistas o, al menos, dueños de la etiqueta. Se juntan con los republicanos puros, que se han divorciado de mentirilla de los socialistas. Surge el Partido Unión Republicana el 30 de enero de 1932, que además del nombre y los símbolos, se quedó con el asiento aliancista de la Junta Insular de Elecciones. Los unionistas bonafide, que abandonaron la Alianza en 1929, no tienen más remedio que llamarse liberales. Ahora conforman el Partido Liberal, que se fundó en asamblea el 12 de marzo de 1932. Pero el otro puesto en la Junta Insular de Elecciones pertenece a los socialistas. El Partido Liberal está sin representación electoral. Solo tiene derecho a observadores. Y ahora, para colmo de males, los socialistas quieren rejuntarse con los nuevos (¿o viejos?) republicanos para copar los puestos en la Junta Insular de Elecciones, mediante la «plena y doble representación» (Pagán II, p. 30). Hacen un pacto libre electoral con la Unión Republicana y lo llaman Coalicion Unión Republicana Socialista (Bayrón, Elecciones, p. 177). Van a Washington y regresan con una nueva propuesta de Ley Electoral. La orden es que, si hay juntilla de los partidos principales, todo el mundo tiene un lugar garantizado en el organismo rector de las elecciones. Falta poco para el 8 de noviembre de 1932. Gracias a una nueva Ley Electoral, aprobada por la Legislatura el 6 de julio de 1932, el Partido Nacionalista entra con voz y voto en la Junta Insular de Elecciones (Leyes 1932, p. 19).
Con maquinación ingeniosa, Estados Unidos imprimió a la sociedad puertorriqueña una doble determinación. De un lado, se estableció un aparato económico dominado por los monopolios, que operaban con una exactitud que no era común ni tan siquiera en la agricultura comercial de ese país. La economía era la esfera de los cálculos exactos: el arancel del azúcar, el contenido matemáticamente establecido de sacarosa de la caña de los colonos, los millones de galones de agua necesarios para una buena zafra, el sistema de riego tecnológicamente avanzado, los miserables salarios de los trabajadores, la cotización mundial de la azúcar no refinada, los costos de transporte, los aranceles sobre los medios de vida importados y, por supuesto, las tasas de interés usurario impuestas al pequeño propietario puertorriqueño. Del otro, un sistema electoral en que presidía la anarquía. Aquí no era cuestión de ciencia, ni siquiera de entender los sufragios como una actividad sujeta a reglas, sino de la completa desorganización del único espacio permitido para la expresión de la nación boricua. Monopolio y anarquía coexistiendo, alimentándose mutuamente. Ciencia imperial y cálculos estrictos, por una parte; por la otra, «todas las lacras, chismes y pestilencias de un miserable partidismo fomentado para su propio lucro por los mismos invasores yankis» (Albizu, Obras I, p. 427).
La Ley Electoral de 1932
El reto más inmediato que tenía Pedro Albizu Campos el 13 de mayo de 1930 era inscribir las candidaturas del partido para dar comienzo a su estrategia electoral de contenido revolucionario. Sí, el Partido Nacionalista había participado antes en las elecciones coloniales, específicamente en 1924 y 1928. Por eso, Albizu reclamaba en 1930 que su énfasis en la vía electoral era la continuación de lo que la organización había hecho desde 1924 (Albizu Obras I, p. 176). Pero la realidad es que, en 1930, con la elección de un nuevo liderato nacionalista, no solo estamos frente a un Partido Nacionalista radicalmente distinto, sino, también, ante una concepción de lucha ideológica y electoralmente original. El objetivo era no aplazar más la supresión del coloniaje en Puerto Rico. Así, en esos términos, no lo había planteado nadie. Se trataba, como señala Juan Antonio Corretjer, de un «programa revolucionario-electoral» (Corretjer, p. 62).
Bajo la Ley Electoral vigente en 1930, a los partidos que no hubieren depositado más del 10 por ciento del voto total para Comisionado a Washington les era requerido radicar candidaturas por petición. El proceso se explica en la sección 37 de la Ley Electoral (Leyes 1919, p. 561). Albizu había criticado el procedimiento de radicación en 1927, precisamente, por requerir candidaturas suscritas y juradas ante un magistrado colonial (Albizu Obras I, p. 96). Él entendía que esta sección fue diseñada, en realidad, para suprimir la propaganda separatista, es decir, para bloquear la formación de nuevos partidos anticoloniales.
Al evaluar la estrategia electoral del Partido Nacionalista hay que recordar que se trataba de un partido joven (en 1932 apenas tenía 10 años de fundado) que estaba compitiendo con estructuras partidistas de vastos recursos y de relaciones estrechas con el sistema colonial. Los llamados partidos históricos extendían sus tentáculos organizativos por todo el país, incluidas las alcaldías. También tenían amplia experiencia en la Junta Insular de Elecciones manipulando los procesos de inscripción y candidaturas. En ese sentido, eran adversarios formidables para el Partido Nacionalista. La opción que inicialmente trató Albizu Campos fue la de someter «candidaturas generales por convención» (Albizu Obras I, p. 367). Aunque esa vía le fue cerrada el 1.0 de julio de 1932 por el Secretario Ejecutivo del Gobernador, un evento propio del circo político colonial abriría una puerta inesperada para que el Partido Nacionalista interviniera de manera efectiva en las elecciones generales de 1932. Se trataba, por supuesto, de otro episodio de agrias disputas, abrazos y separaciones entre las facciones gubernamentales (Pagán II, p. 45). La genialidad de Albizu fue navegar con firmeza en medio de esa turbulencia.
De nuevo, el centro de las disputas era la composición de la Junta Insular de Elecciones. Ya vimos que en las elecciones de 1924 la Alianza (Unionistas y Republicanos) tenía el monopolio de la representación partidista. En ella estaban los dos partidos principales. Esto cambia para las elecciones de 1928, en que el Partido Alianza Puertorriqueña de los Partidos Unión de Puerto Rico y Republicano Puertorriqueño, por un lado, y el Partido Socialista Constitucional, del otro, tienen igual representación en la Junta Insular de Elecciones. Se enfrentan como partidos organizados, bajo la sección 42 de la Ley Electoral. Pero en 1932 surge otra organización política, el Partido Liberal, que no era sino un desprendimiento de la Alianza de 1928. Los antiguos unionistas, ahora forzados a usar el nombre de Liberales, habían tratado en vano de rescatar el nombre y las insignias del viejo Partido Unión. Pero no les quedó más remedio que adoptar el nombre de Liberales. El 31 de enero de 1932, el Partido Republicano Puro (miembro de la Coalición de 1928) se fusiona con la Alianza para constituir el Partido Unión Republicana (Bayrón, Elecciones, p. 174). Esto se hizo de manera que todo apareciera como un mero cambio de nombre de la Alianza Puertorriqueña. El Partido Unión Republicana heredó todos los derechos de su organización madre, la Alianza, para no perder la clasificación de partido principal y el asiento en la Junta Insular de Elecciones (Pagán II, p. 29). El otro lugar le correspondía al Partido Socialista Constitucional, que había pactado con los republicanos puros para las elecciones de 1928. Pero este se cambia el nombre en 1932 a Partido Socialista. La tradicional disputa partidista se calienta en febrero de 1932 pues, de manera simultánea, el Partido Unión Republicana y el Socialista anuncian un plan para acudir en «pacto libre electoral» o coalición a las elecciones del 8 de noviembre de 1932. Así planteado el asunto, solo el Partido Liberal y el Nacionalista estarían desprovistos de plena representación en la Junta Insular de Elecciones en los comicios de 1932. Ambos tendrían observadores con voz, pero sin voto. La nueva coalición controlaría los dos asientos disponibles para los partidos principales (Pagán II, pp. 28-29). Esto es idéntico a lo que hizo la Alianza del Partido Unión de Puerto Rico y el Partido Republicano en 1924. La guerra entre las facciones gubernamentales estaba declarada.
Como era de esperar, todo este trastrueque de nombres y apodos no alteró en nada el panorama electoral de Puerto Rico. Por igual, uniorepublicanos, liberales y socialistas siguieron adictos al régimen colonial. Sus conflictos electorales nos remiten a un mundo irreal, de falsas ilusiones y partidos políticos socavados por su propia conducta. El mundo seguía girando, desgastándose en el proceso. El período preeleccionario de 1932 era una imagen invertida del de 1924. De hecho, el Partido Unión Republicana y el Socialista reclamaban en 1932 la derogación de la sección 42 de la Ley Electoral que prohibía las candidaturas comunes (Pagán II, p. 40). El Partido Liberal, heredero de los unionistas que se beneficiaron de las candidaturas comunes en 1924, quería ahora mantener la sección 42 y bloquear cualquier alianza entre sus adversarios. Únicamente el Partido Nacionalista mantenía un pulso firme frente a la locura electoral. Ante la sorpresa de muchos que querían impedirle su presencia en las elecciones, los nacionalistas lograron recoger 32,000 firmas para la inscripción por petición. Basta con leer la sección 37 de la Ley Electoral para ver que esto no era un logro menor para un partido relativamente joven y que combatía abiertamente el coloniaje. Todo estaba diseñado, en realidad, para que el Partido Nacionalista fracasara. Pero mientras las facciones gubernamentales se abrazaban y separaban, Albizu mantenía firme su determinación de que el nacionalismo fuera un factor importante en los comicios de 1932 (Ver: Apéndice). José Paniagua Serracante y Abelardo Casanova Prats entraron a la Junta Insular de Elecciones en calidad de observadores por los nacionalistas. No tenían ante sí una tarea fácil, pues las facciones gubernamentales, junto al gobernador colonial, compartían la «determinación de contener en las urnas al Partido Nacionalista» (Pagán II, pp. 44-45).
En la fábula colonial, la capital de Estados Unidos, Washington D.C., era algo así como lo que fue el Monte Olimpo para los siempre conflictivos dioses de la mitología griega. «Allá», en la capital del imperio, se forjaban, bajo la supervisión de la divinidad suprema, los grandes acuerdos. Les llegaba la luz a los «caciques» de la política puertorriqueña, como diría Nieves de los Ángeles Vázquez. Del allá hablaban los políticos coloniales, como si se tratara de un lugar mágico. La prensa local anunciaba con bombos y platillos las comisiones partidistas que subirían al Olimpo a consultar, según ellos, al presidente, al Congreso y a «todos los hombres dirigentes de la opinión pública en Estados Unidos» (Bothwell González I-I, p. 426). Así pasó, recordemos, en 1923, durante el clima de desavenencias entre unionistas, republicanos y socialistas. Surgió entonces la Alianza Puertorriqueña que, en papel, era el camino de la «causa común del gobierno propio»; aun a costa de abandonar el tema del estatus. Ya de nuevo en el mundo de los mortales, en la capital de Puerto Rico, se reanudaban las hostilidades entre los caciques. Pues bien, lo mismo pasó en 1932.
En su libro Historia de los partidos políticos puertorriqueños, Bolívar Pagán narra el viaje de varios comisionados de los partidos coloniales a Washington para lograr en 1932 lo que se había hecho en 1924: un acuerdo entre las facciones gubernamentales. Allá se reunieron y conversaron de la manera en que, por razones inexplicables, no lo podían hacer acá. Entre los comisionados caciquiles se destaca la figura de un mensajero que, como Hermes en la corte de Zeus, era un lleva y trae. Al igual que el mitológico mensajero, nuestro heraldo era un embaucador y embustero, un hábil maestro de las ilusiones. Se dice, por ejemplo, que logró en su viaje de 1932 la presentación de un proyecto «con algunas posibilidades de ser considerado por el Congreso» (Pagán II, p. 80). ¿De veras? Nos referimos, claro está a Luis Muñoz Marín, quien hizo su ingreso al Partido Liberal en marzo de 1932. Sea como sea, de las conversaciones por «allá», llegó un proyecto de Ley Electoral que no tardaría en aprobarse por unanimidad «acá», en la Legislatura colonial.
En efecto, el 6 de julio de 1932, el gobernador colonial convirtió en ley, mediante su firma, el nuevo estatuto electoral aprobado por unanimidad en la Legislatura (Leyes 1932, p. 5). Este contenía todo lo que las facciones gubernamentales necesitaban para comportarse a la altura de las recomendaciones de Washington. El único partido que no fue considerado, ni siquiera escuchado, en las conversaciones sobre las nuevas reglas electorales fue el Partido Nacionalista. Poco importó que de su puño y letra Pedro Albizu Campos sometiera un memorial a la Cámara y el Senado de la colonia demandando igualdad ante la Ley Electoral (Albizu Obras I, p. 363). Tampoco, que enviara al respecto varias cartas a los dirigentes del Senado y la Cámara de Representantes. La única respuesta fue la suspensión de las candidaturas nacionalistas por el Secretario Ejecutivo el mismo día en que se aprobó la nueva ley. Albizu respondió con firmeza en una misiva enviada a Luis Sánchez Morales y Manuel Rossy, presidentes del Senado y la Cámara, respectivamente:
Somos conscientes de que, si no aceptáis la voluntad ya expresada por el Gobernador, se espera la voluntad tácita del Congreso yanqui que defina de antemano quien deba triunfar en los comicios. No tenéis poderes legislativos porque tropezáis con el veto absoluto o con la anulación de vuestros actos por el Congreso yanqui. Es vuestra, sin limitaciones, sin embargo, la iniciativa legislativa, y es de esperarse que, como portorriqueños, aceptéis solamente una ley que garantice a la causa patriótica del nacionalismo que no os disputa nada a menos que sea el sacrificio para constituir una patria libre para todos los portorriqueños (Albizu Obras I, p. 368).
Una lectura cuidadosa de la Ley Electoral de 1932 revela que, buscando complacer al imperio, la legislatura colonial redactó un estatuto ambiguo. No alteraba, en lo esencial, la sección 1. En esta solo concedía el puesto de observador con voz, pero sin voto, a los partidos no principales que hubieren obtenido diez por ciento o más del total de votos depositados para comisionado a Estados Unidos en las elecciones anteriores (Leyes 1932, p. 7). El mismo derecho limitado tendrían los partidos inscritos por petición, sobre la base también del «diez por ciento o más del voto total depositado para candidatos para aquel cargo en las últimas elecciones precedentes» (Ibid.). La regla era aplicable tanto a la Junta Insular de Elecciones como a las juntas locales en cada precinto. Esto, en sí, no alteraba nada las cosas. El cambio, como ya señalamos, estaba en la sección 36. Vale la pena citar de nuevo:
Disponiéndose, sin embargo, que si los dos partidos principales se combinaren en cualquier forma, bien fusionándose o postulando el mismo candidato para Comisionado Residente en Washington, o nominando los mismos candidatos en una mayoría de los distritos senatoriales o representativos de la Isla, entonces los observadores nombrados de acuerdo con las Secciones 1, 13 y 47 de esta ley por los partidos organizados y los partidos inscritos por petición en toda la Isla a base del diez por ciento o más del voto emitido para Comisionado Residente a los Estados Unidos en las últimas elecciones precedentes, tendrán voz y voto en las deliberaciones de la Junta Insular y juntas locales de elecciones y tendrán en todo respecto los mismos derechos y obligaciones que se estipulan para los representantes de los partidos principales (Leyes 1932, p. 19).
Albizu solía decir que ningún monopolio renuncia voluntariamente a un privilegio. El proceso electoral de Puerto Rico era anarquía y desorganización para los efectos de los intereses de nuestra nación. Pero, en lo que toca a las estructuras de dominación colonial, era rígido y predecible. Por eso, la enmienda a la sección 36 contenía una salvaguarda:
Cualquier empate en la votación en cualquier junta local de elecciones, constituirá ipso facto una apelación ante la Junta Insular de Elecciones, del asunto objeto de empate y todo empate en la votación de la Junta Insular de Elecciones será decidido por el Gobernador de Puerto Rico (Leyes 1932, p. 19).
Dicen, y quizás sea cierto, que los juristas no son buenos matemáticos. La salvaguarda en la sección 36 era operacional si, al igual que en la redacción de la Ley Electoral, se descartaba la existencia del Partido Nacionalista. Así, en una situación de posible desavenencia entre el Partido Liberal, el Partido Socialista y la Unión Republicana, el gobernador era quien tenía el voto de desempate. Él decidía. Pero Albizu Campos, ni tonto ni perezoso, puso en marcha en el periodo preeleccionario una vigorosa campaña de candidaturas por petición. A pesar de sus limitados recursos, y sin apoyo administrativo de tipo alguno, logró, como indicamos, que más de 32,000 personas firmaran solicitando la inscripción del Partido Nacionalista (El Mundo, 19 de abril de 1933, p.1). Por tanto, el partido cualificaba ahora bajo la sección 36 para tener voz y voto en las deliberaciones y decisiones de la Junta Insular y juntas locales de elecciones. Es decir, la Junta Insular de Elecciones ya no estaría presumiblemente compuesta de tres representantes de los partidos coloniales (socialistas, uniorepublicanos y liberales) más el gobernador; una composición de tres y uno; sino de cuatro representantes de partidos políticos puertorriqueños (socialistas, uniorepublicanos, liberales y nacionalistas) más el gobernador, una membresía de 4 y 1. Inadvertidamente, pues, la legislatura colonial, siempre dócil ante el imperio, le había dado la ficha de desempate al Partido Nacionalista. Quedaban aún tres meses para las elecciones generales, tiempo suficiente para que las facciones o partidos gubernamentales garatearan de todas las formas imaginables. Y para que Albizu desplegara sus grandes dotes de estratega electoral…
Al pasar del tiempo, Albizu insistiría en que este estado de cosas, en que se le había arrebatado al gobernador el poder de decidir el resultado electoral, no fue solo producto de la torpeza de la legislatura colonial, sino que representó mucho esfuerzo y sacrificio de parte del Partido Nacionalista (Albizu, Obras, p. 377). Además, tan pronto el imperio tomó conciencia de la nueva correlación de fuerzas en la Junta Insular de Elecciones, se desató la persecución en contra del nacionalismo. Las consecuencias serían enormes, inclusive en la antesala de las elecciones de 1932. Así, el 4 de noviembre de 1932, en el Manifiesto con motivo de las elecciones próximas a celebrarse, decía Albizu:
El nacionalismo ha arrancado al gobernador el control de las elecciones y lo ha puesto otra vez en manos portorriqueñas. Esa es la razón de la persecución oficial contra nuestro movimiento político. El control electoral en manos del gobernador obliga a los directores políticos, liberales, unión-republicanos y socialistas a estar a merced de la voluntad gubernamental, poder que el gobernador ha utilizado para echar a pelear a los liberales con la Coalición (Albizu Obras I, p. 389).
¿Cuál era el principio rector de la práctica interpartidista del Partido Nacionalista? Albizu Campos propugnaba una visión ideológica imbuida de un gran sentido del honor y la rectitud. Para él, lo decisivo era promover el interés de la nación puertorriqueña, es decir, su unidad. Eso implicaba, como señalamos, defender los derechos electorales de todas las organizaciones políticas, incluidas las más adversas al nacionalismo: «El nacionalismo transigirá siempre con sus paisanos portorriqueños antes que favorecer, en forma alguna, la política de la intervención extranjera yanqui que pretende aniquilar a Puerto Rico» (Albizu Obras I, p. 365). Esa deferencia era rara vez correspondida por la dirección de los partidos coloniales adictos al régimen.
Conviene mencionar, de paso, que con la lucha electoral revolucionaria del nacionalismo puertorriqueño entre 1930 y 1934 ocurre como con la huelga bananera en el Macondo de Cien años de soledad: se le ha condenado a la negación completa. No se habla de ello. Solo una lectura metódica de los escritos de don Pedro nos arroja luz sobre el tema. También puede reconstruirse, al menos parcialmente, sobre la base de los periódicos de la época que hay en la Biblioteca y Hemeroteca Puertorriqueña de la Universidad de Puerto Rico. Pero no deja de ser un tema desatendido por la historiografía del país.
Hay que decirlo, ningún partido político fue más desagradecido con el nacionalismo que el Partido Socialista. El aducido «partido de la clase trabajadora puertorriqueña» no perdió oportunidad alguna, entre 1930 y 1934, para actuar en el marco putrefacto de la corrupción y el deshonor. Y es frente a él, precisamente, que Albizu nos revela su proceder honorable. Recordemos que ya en 1924 el Partido Socialista había sufrido un desplante mayor, al ser excluido de la Alianza por los unionistas y republicanos. Todo esto, luego de que su liderado firmara la Resolución Conjunta No. 2 y viajara a Washington con los otros dos partidos coloniales para recabar el self-government. Albizu se indignó con la bajeza de los unionistas en alianza con los republicanos. Defendió el derecho electoral del Partido Socialista, por considerarlo «un representante de fuerzas vivas en el país» (Albizu Obras I, p. 63). Ni una palabra ni un gesto de agradecimiento recibió este de los socialistas. Entre 1924 y 1932, como si llevara en sí el vicio incontrolable de la adicción al imperio, el Partido Socialista se convirtió en una importante colectividad defensora del coloniaje. Aun así, en 1934 Albizu denunció como una «grosera inmoralidad» que a los socialistas no se les hubiera otorgado voz y voto en la Junta Insular de Elecciones (Albizu, Obras II, p. 76). De nuevo, ni una palabra ni un gesto de gratitud por parte del Partido Socialista.
Las elecciones de 1932 pondrían a prueba, en todos los sentidos, el compromiso de Albizu de llevar a cabo una campaña de elevado honor. El Partido Nacionalista, en cada una de sus intervenciones en los organismos electorales, no solo le arrebató al gobernador el poder de decidir los resultados de los comicios, sino que actuó siempre con independencia. Dio escuela en la defensa de los derechos democráticos de los puertorriqueños. La situación de los trabajadores de la central azucarera Guánica es un buen ejemplo:
«El candidato a alcalde era afiliado de la Unión Republicana, grato a la Central Guánica, y, por supuesto, al gobierno yanqui. Para asegurar su elección, se le pidió a la Junta Insular de Elecciones el traslado de los colegios electorales de Guánica a Ensenada donde nadie puede entrar, ni los funcionarios públicos, sin previo permiso del administrador de la Central Guánica, quien, en esa zona, es rey absoluto sobre vidas y haciendas […] Se opusieron al traslado los comités locales del Partido Nacionalista, del Socialista y de los liberales. Tan grave era el asunto que estos tres comités pidieron y obtuvieron una vista ante la Junta Insular de Elecciones. Sometido el asunto a votación en la Junta Insular votaron a favor de las pretensiones de la Central Guánica y del gobierno yanqui: el representante del Partido Liberal, el de la Unión Republicana, y por supuesto, el presidente de la Junta, que es el representante del Gobierno. En contra votaron los delegados del Partido Nacionalista y del Partido Socialista» (Albizu Obras I, p. 434-5).
En esta ocasión, don Pedro y el Partido Nacionalista intervienen en una controversia interna de la Junta Insular de Elecciones, cuya importancia para la clase trabajadora no debe pasar inadvertida. Se trata del respeto a los derechos electorales de los trabajadores. En su libro Los trabajadores puertorriqueños y el Partido Socialista (1932-1940), Blanca Silvestrini de Pacheco señala que muchos comités socialistas de base se opusieron activamente a la formación de la Coalición Unión Republicana Socialista para los comicios de 1932:
La idea de la Coalición no tuvo aceptación unánime entre los socialistas. En el congreso del Partido Socialista, en 1932, la proporción de votos en contra de la resolución del pacto electoral fue significativa. Se aprobó la Coalición por una votación de 266 a 105; de modo que el cuarenta por ciento de los delegados disintieron, aunque más tarde el liderato socialista describió la resolución como decisión unánime […] Durante los meses que precedieron al congreso, muchos comités socialistas locales se opusieron a la Coalición, por considerarla antisocialista y contraria a los ideales obreros (Silvestrini, p. 30).
Recordemos, a principios de 1932, el Partido Socialista había conspirado con el gobernador colonial para impedir que el nacionalismo se inscribiera. Albizu, sin embargo, no actuó con encono en medio de las elecciones. En el caso de Guánica, el delegado nacionalista votó junto a los socialistas para tratar de evitar que los liberales y la Unión Republicana violaran los derechos de los trabajadores. A pesar de estar unidos, los nacionalistas y los socialistas fracasaron en el intento de defender los derechos electorales de las masas. Fue una movida inteligente del Partido Unión Republicana, que sacó el 75% de los votos emitidos en Guánica el 8 de noviembre de 1932 (Nolla-Acosta, p. 158).
Sí, ningún partido fue más ingrato con el nacionalismo que los socialistas; pero ninguno fue más hostil a la figura de Albizu Campos que el recién creado Partido Liberal, heredero del unionismo. En él militaba ya el periodista Luis Muñoz Marín, con un estilo no muy lejano al descrito en la obra El jefe, en referencia al padre, Luis Muñoz Rivera. Bochinchero, hostil y narcisista. De tal palo, tal astilla. Fue el Partido Liberal el que impugnó la inscripción del Partido Nacionalista y sus insignias (Albizu Obras, p. 377). Y fue esta organización «liberal» la que se alió al gobernador colonial para derrotar los reclamos de una reforma electoral que no ignorara la existencia del nacionalismo. Todo intento de Albizu de acercase a la legislatura para gestionar derechos electorales fue saboteado por los liberales, siempre del lado del poder colonial. De la boca del presidente del Partido Liberal, Antonio R. Barceló, no saldrían más que insultos y acusaciones infundadas de corrupción en su contra. Aun así, el Partido Nacionalista apoyó los reclamos liberales, siempre que se enfrentaron a intentos prepotentes de la coalición de los uniorrepublicanos y los socialistas. La ingratitud no era ajena tampoco al Partido Liberal: «Es forzoso recordarle a Barceló los fallos de la Junta Insular de Elecciones en los cuales el representante del Partido Nacionalista, entre otras cosas de menos importancia, garantizó al Partido Liberal dos senadores, un representante y un gobierno municipal» (Albizu Obras I, p. 434). Con el anuncio de los resultados electorales del 8 de noviembre, lejos de disminuir, aumentaría la persecución y hostilidad hacia el nacionalismo.
Fue Albizu quien se expresó con más ecuanimidad sobre los resultados de los comicios del 8 de noviembre de 1932. Sí, el Partido Nacionalista obtuvo tan solo el 1,37 por ciento del total de votos emitidos para comisionado en Washington, o sea, 5,257. Las mayorías, al decir de Albizu, no habían respondido a la «clarinada patriótica». Pero la «Proclama al margen del resultado de las elecciones recientes», publicada el 16 de noviembre de 1932 en El Mundo, está lejos de ser un documento de desasosiego nacionalista frente al resultado electoral. Tampoco es un escrito en que Albizu, por frustración, llame a «tácticas radicales tendientes a la violencia». Esa es una mentira inventada por Bolívar Pagán y repetida, una y otra vez, hasta la saciedad, por Fernando Bayrón Toro en su libro Elecciones y Partidos Políticos de Puerto Rico, 1809-1976 (Pagán 56; Bayrón, Elecciones, p. 182). De nuevo, no hay evidencia alguna de que Albizu no fuera sincero al proclamar: «¡Hosanna, que está constituido el ejército libertador! ¡Cuenta con cinco mil plazas!» Su lema era siempre el mismo: Valor y sacrificio. Es eso, precisamente, lo que nos dice Juan Antonio Corretjer, en su libro La lucha por la independencia de Puerto Rico, al describir la conducta de los nacionalistas después de los comicios del 8 de noviembre de 1932:
El Partido Nacionalista, derrotado en las urnas, se mantuvo unido y recomenzó inmediatamente, y como si nada malo hubiese ocurrido, su nueva campaña. Su tono se hizo más enérgico. Su impulso más profundo. La evidencia de la concurrencia a sus mítines daba prueba de que el partido iba a entrar en un nuevo período de crecimiento numérico. Cientos de liberales comenzaron a afluir hacia el nacionalismo. Se auguraba una unidad de las fuerzas independentistas bajo el liderato de Albizu Campos (Corretjer, p. 67).
Pedro Albizu Campos no descartó nunca recurrir a las armas de ser necesario. Pero ese llamado no se hizo en 1932. De hecho, entre esa fecha y 1934, Albizu Campos intervendría en una de las controversias electorales, a su juicio, más importantes y agrias de la historia de Puerto Rico: la lucha por la nacionalización del proceso electoral.
Agotar los recursos de la paz
Las elecciones de 1932 hicieron historia, en muchos sentidos. Fueron los primeros comicios en que gracias a la enmienda de 1929 las mujeres pudieron votar (Leyes 1929, p. 181). El Partido Nacionalista participó en condiciones de plena igualdad con los llamados partidos principales y se posicionó para avanzar en el futuro, gracias a los masivos mítines en que don Pedro hacía uso de la palabra. Los partidarios de la estadidad, después de décadas de fracasos, lograron prevalecer sobre el autonomismo. En Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt llegó a la presidencia. Su partido, el Demócrata, se había expresado a favor de la concesión de la estadidad a Puerto Rico. Pero tan pronto se conocieron los resultados de las elecciones locales, se recrudeció el conflicto entre los partidos principales de la colonia.
Un grupo de mujeres hace fila para ejercer por primera vez su derecho al voto (1932)
Por todas las mediciones posibles, la coalición del Partido Unión Republicana con los socialistas fue un éxito. No solo obtuvieron el 53 % del voto emitido para comisionado en Washington, sino que, además, eligieron 14 senadores y 30 representantes. El Partido Liberal, por su parte, obtuvo 5 senadores y 9 representantes. Fue un verdadero copo electoral de los coalicionistas, nos dice Bayrón Toro: «La Coalición triunfa en seis de los siete distritos senatoriales, en 28 de los 35 distritos representativos y en 51 municipios. Los liberales triunfan en el distrito senatorial de Guayama, en siete distritos representativos y en 26 municipios» (Bayrón, Elecciones, p. 177). El problema surge porque tan pronto pasan las elecciones de 1932 deja de prevalecer la enmienda condicional a la sección 36 de la Ley Electoral. El país vuelve a la aplicación literal de la sección 1 del estatuto: únicamente los dos partidos con más votos para comisionado en Washington retienen su silla, con voz y voto, en la Junta Insular de Elecciones. Es decir, solo ellos clasifican como partidos principales. Para los demás seguiría aplicando la regla del 10 %, que confería un representante con voz, pero sin voto.
En efecto, la Coalición ganó las elecciones de 1932 con un voto combinado de 208,232. Pero, individualmente, la organización que sacó más voto fue el Partido Liberal. El Partido Socialista se quedó corto, al sacar tan solo 97,438 votos. Los resultados individuales de las elecciones de 1932 determinaron que el Partido Unión Republicana y el Partido Liberal fueran, conforme a la sección 1 de la Ley Electoral, los dos partidos principales. El Partido Socialista, con más del 10 % del voto total para comisionado, retiene su voz, pero pierde su voto en la Junta Insular de Elecciones. El Partido Nacionalista es excluido.
La sesión legislativa de 1933 comenzó, como era de esperarse, con el controvertible tema de la composición de la Junta Insular de Elecciones. El Partido Unión Republicana y los socialistas dominaban la Cámara y el Senado por amplio margen. Pero, en la mente de los uniorepublicanos tenía que ser preocupante la pérdida de su aliado socialista en el organismo rector de las elecciones. El proyecto P. del S 2, debatido la última semana de marzo de 1933, proponía que los cuatro partidos que más votos obtuvieron en las elecciones de 1932 fueran, de manera automática, designados como partidos principales (El Mundo, 1 de abril de 1933, p. 1). El debate fue intenso. La delegación liberal arguyó que esto daría privilegios antidemocráticos al Partido Socialista y, en particular, a los nacionalistas. Al final, el P. del S 2 fue aprobado.
El 14 de abril de 1933, el gobernador James Beverly vetó el proyecto de reforma electoral, impidiendo así que se convirtiera en ley. El texto íntegro de su rechazo al P. del S. 2 fue publicado por la prensa. Beverly, en su escrito, concentró su ataque en el Partido Nacionalista, que era sin duda su mayor preocupación:
El partido Nacionalista, que recibió poco menos de 1.2 por ciento del total de los votos emitidos, tendría igual representación que el Partido Liberal, el cual recibió algo más del 37 por ciento del total de los votos emitidos. Otra peculiaridad sería que, si para las elecciones de 1936 se inscribiera un nuevo partido por petición, estaría este obligado a conseguir peticiones de más de 45,000 electores sin que tenga luego la representación que se le da al Partido Nacionalista, el cual obtuvo en las pasadas elecciones solamente 5, 257 votos (El Mundo, 15 de abril de 1933, p. 2).
Nada dijo Beverly acerca de la historia de las luchas electorales en Puerto Rico ni sobre los debates en la Cámara en marzo de 1933 en que se hicieron llamados al «fin de los caciques» en la política local. Su preocupación era el Partido Nacionalista. Albizu no podía permanecer callado. Pero antes de que el líder nacionalista contestara por escrito los argumentos del gobernador Beverly, sucedió algo que puso de veras al Partido Nacionalista en medio del debate colonial: en un acto inusual, la Legislatura aprobó el proyecto de Ley Electoral por encima del veto del gobernador (El Mundo, 17 de abril de 1933, p. 1). Esto estaba permitido por la sección 34 de la Ley Jones. Mas ello obligaba al gobernador Beverly a remitir el proyecto de ley al presidente de Estados Unidos. En efecto, la intervención del primer mandatario de Estados Unidos, su afirmación o negación del veto del gobernador, era la parte final de todo el proceso legislativo en la colonia. No se trataba de algo que, en efecto, ocurría a menudo, pues los legisladores coloniales no tenían la costumbre la costumbre de contrariar al poder interventor. Aquí, por suerte para don Pedro, sí ocurrió.
Con el veto del gobernador, según Albizu Campos, quedó planteada de manera concreta la cuestión de los términos estrechos del poder legislativo en la colonia. En un artículo publicado en El Mundo, el 21 de abril de 1933, y titulado «El veto al proyecto de representación electoral», don Pedro indicó:
Al vedar el jefe de la intervención el proyecto de ley electoral ha levantado el velo para los ingenuos. La Legislatura se ha ratificado en su aprobación por una votación de dos terceras partes de los miembros que la constituyen… ¡Pero eso tampoco convierte en ley el proyecto! El Presidente de Estados Unidos se retiene el veto absoluto. Aunque la Legislatura apruebe un proyecto por unanimidad, no será ley si al jefe del imperio no le da la gana (Albizu, Obras I, p. 413).
La propuesta de una nueva ley electoral contraria a los intereses imperiales puso de relieve que «no existe el poder legislativo» en Puerto Rico (Ibid.). El problema es que la anarquización del proceso electoral, con sus chismes y enredos, esconde esta determinación fundamental del sistema político colonial.
En cuanto el gobernador emite el veto el 14 de abril, se recrudecen las disputas entre los partidos defensores del régimen colonial, que ya eran intensas desde las elecciones. Y más agrias aun se tornan las riñas al ocurrir la revocación del veto, que no podía sino generar la expectativa de un posible veto presidencial. Las partes apelan ahora a la aducida solución absoluta: la voluntad del presidente de Estados Unidos.
El 27 de abril de 1933 el gobernador Beverly anuncia que solicitará del presidente de Estados Unidos que sostenga el veto de la Ley Electoral (El Mundo, 27 de abril de1933, p. 1). Antonio R. Barceló, presidente del Partido Liberal, viaja a Washington para dar a conocer su punto de vista al ejecutivo de Estados Unidos (El Mundo, 30 de abril, 1933, p. 1). Siguiendo la fórmula del «Monte Olimpo de la colonia», Rafael Martínez Nadal también viaja a Washington y entrega un memorándum al Jefe del Negociado de Asuntos insulares «urgiendo la aprobación de la ley electoral vedada por el gobernador Beverly y elevada para ulterior resolución al presidente Roosevelt» (El Mundo, 24 de mayo de 1933, p. 1). El 8 de junio de 1933 Barceló envía una carta al secretario de la Guerra, en la que pide que el presidente sostenga el veto del gobernador Beverly (El Mundo, 20 de junio de 1933, p. 1). Todo parecía indicar que los líderes del Partido Unión Republicana y el Partido Liberal no podían encontrarse en ningún lugar sin polemizar acremente. Fantaseaban con que el Monte Olimpo temblara con sus pequeñeces. Hay un dato, sin embargo, que apuntaba en la dirección opuesta. (Recordemos, lo de esta gente era separarse y juntarse.) A fines de mayo de 1933, Barceló y Martínez Nadal participaron, en compañía del recién nombrado gobernador, Robert H. Gore, en una actividad de la «Colonia Portorriqueña de Nueva York» (El Mundo, 29 de mayo de 1933). Hasta hicieron una entrada simultánea al evento con el flamante nuevo ejecutivo colonial. Allí pronunciaron discursos acalorados, sonrieron y posaron con alegría para las cámaras fotográficas. Siempre con el gobernador Gore al centro. Nada como celebrar el nombramiento de un nuevo director del circo colonial…
A fines de abril de 1933 Albizu Campos intuía que algo siniestro se cuajaba en contra del nacionalismo puertorriqueño. La legislación electoral no era un elemento neutral del aparato estatal colonial. Era, como él lo había dicho en varias ocasiones, un «medio de tiranía que el régimen ha esgrimido en contra de la nación por medio de los partidos políticos que han patrocinado su política destructora» (Albizu, Obras II, p. 75). Cierto, las facciones partidarias del régimen pasaban por episodios periódicos de agrias disputas, pero lo dominante en esos partidos era la «tendencia gobiernista», que suponía, ante todo, la hostilidad al nacionalismo (Albizu, Obras I, p. 374). Esta animadversión era más visible, según don Pedro, cuando esas organizaciones decían converger en torno a propuestas para resolver el problema político del país, como sucedió en 1924 con la alianza de los unionistas y los republicanos. El punto central para ellas era evitar el ascenso del separatismo radical. Se unificaban en su ataque al nacionalismo. Previo a las elecciones de 1932, el Partido Liberal y el malagradecido Partido Socialista se unieron para imposibilitar que el nacionalismo tuviera, al menos, un observador sin voto en la Junta Insular de Elecciones. Santiago Iglesias Pantín, el gobernador Beverly y Antonio R. Barceló orquestaron la patraña (Albizu, Obras I, p. 416). Albizu apeló en vano a la Legislatura (Ibid.) En la controversia de abril de 1933 en torno al veto del gobernador, fue el Partido Liberal el que mostró mayor hostilidad, a niveles irrisorios y vulgares, en contra de la aspiración electoral pacífica del nacionalismo: «El unionismo y sus derivados aliancismos, y actualmente liberalismo, se han revelado como los enemigos más encarnizados y gratuitos contra el nacionalismo» (Albizu, Obras I, p. 414).
Albizu insistía en que, al menos en 1933, el anexionismo estadista no podía actuar como punta de lanza de la ofensiva antinacionalista del imperio. Esto, por estar matizado «a pesar de su reacción regionalista, de anexionismo histórico» (Albizu, Obras I, p. 415). Durante las intensas campañas electorales de 1932 y 1933, Albizu Campos buscó comunicarse respetuosamente con Rafael Martínez Nadal, líder máximo del Partido Unión Republicana. No fue ese el caso con Antonio R. Barceló, jefe del Partido Liberal, por quien solo sentía lástima, por ser un político deshonesto, desorientado y políticamente decadente. Tampoco hablaba de la persona que ya quería proyectarse como el mesías salvador del país, el entonces periodista, Luis Muñoz Marín. Nunca, ni en sus momentos más intensos de persecución política, Albizu apeló a él o lo consideró merecedor de, al menos, una mención de pasada. Eran polos opuestos no solo en lo político, sino también en estilo personal. Mientras que don Pedro era vastamente culto, de hablar claro y preciso, amén de modesto en su proceder, según la descripción de Francisco Cerdeira, fundador y director del semanario Los Quijotes, Muñoz se destacaba en las cuestiones partidistas de 1932, según la descripción de Bolívar Pagán, por su estilo personalista, el chismorreo y el autobombo (Pagán II, p. 42).
El 19 de julio de 1933 llegó la noticia que todo el mundo esperaba: «El presidente Roosevelt sostiene el veto de Beverly» (El Mundo, 19 de junio de 1933, p. 1). Martínez Nadal, a nombre de los republicanos, fue parco en sus expresiones. Barceló mostró un júbilo desbordante, a la par que se curaba en salud ante las probables críticas que vendrían de Albizu Campos:
«Este veto del Presidente no es un atentado a nuestra soberanía porque él no ha vedado una ley que afecta a nuestra personalidad de pueblo. Simplemente ha vedado un proyecto de privilegio, una contienda entre dos partidos, y ha fallado como había de fallar todo hombre recto y justiciero» (El Mundo, 19 de junio de 1933, p. 1).
El 26 de junio de 1933 Albizu Campos publicó en El Mundo uno de los artículos más importantes de su análisis de la realidad colonial. Titulado «El veto del presidente Roosevelt a la Ley Electoral», este escrito cierra el círculo lógico comenzado con sus reflexiones de 1930 acerca de la centralidad de la nacionalidad puertorriqueña en el enfrentamiento con el imperio. Todo lo que dice en junio de 1933 estaba ya contenido, como una predicción fatalista, en sus argumentos de tres años atrás: «Nunca habrá de tener Puerto Rico bajo el imperio norteamericano un gobierno responsable» (Albizu, La conciencia, p.190). En apenas tres años, esa afirmación categórica del líder revolucionario se había impuesto a través de los hechos y, sobre todo, del curso de las luchas democráticas del pueblo puertorriqueño. La ficción jurídica de la Ley Jones se había disuelto ante los ojos de los incautos:
No existe Legislatura en Puerto Rico. El poder legislativo es un mito. La lucha electoral es una farsa periódica para mantener dividida a la familia portorriqueña. Jugar a senadores y representantes en un parlamento fantástico pasa ya de comedia (Albizu, Obras I, p. 425).
Siguiendo el estilo de sus escritos de 1930, despersonaliza su análisis de la coyuntura de mediados de 1933. Los actores son secundarios, el guion es lo que dicta la comedia. No ataca, como sí hacían los demás, a ningún líder de los partidos coloniales. Ni ellos, ni sus viajes a Washington ni sus proclamas rimbombantes son la razón verdadera del veto presidencial, dice don Pedro:
La razón para el veto irrevocable del Mr. Roosevelt no es otra cosa que mantener el control absoluto del resultado electoral. Eso está previsto en el reglamento militar con que se pretende sobornar a este país y al cual se le denomina Carta Orgánica. En las elecciones pasadas, por primera vez durante la intervención yanqui, estuvo en manos de los portorriqueños ser los únicos árbitros del resultado electoral. Ese principio quedó reconocido en el proyecto de ley que acaba de tirar a la basura el presidente Roosevelt. Que el proyecto tenía sus defectos, es innegable, pero, el hecho de ser portorriqueños los que tendrían el poder electoral en sus manos era suficiente para que nadie en Puerto Rico se prestase a la maniobra del gobierno yanqui para encontrar un pretexto para anularlo (Albizu, Obras I, p. 428).
Antonio R. Barceló, presidente del Partido Liberal, se sintió aludido. Consonante con los dimes y diretes de la política colonial, el líder liberal envió a la prensa un artículo lleno de injurias y sugerencias vulgares:
«El presidente el Partido Nacionalista, señor Albizu Campos, une su voz al coro doliente de republicanos y socialistas que lloran en diversos tonos el veto del presidente Roosevelt al último proyecto electoral de dos por uno, o acaso de tres por uno, auspiciador de un nuevo robo electoral al Partido Liberal Portorriqueño, destinado a ser en este caso, como lo fue en 1932, el UNO propiciatorio. Aunque tengo la mejor disposición personal hacia el señor Albizu Campos, a quien estimo altamente, confieso que evito discutir públicamente con él, por no cuadrar a mi pacífico y civil temperamento el terreno marcial, artillado y bélico en que el distinguido líder nacionalista coloca todas las cuestiones […] Es lamentable y doloroso lo que ha ocurrido en muy poco tiempo con el señor Albizu y con su minúsculo partido, tan digno de mejor suerte por la grandeza de su postulado de libertad y hoy desacreditado y estrangulado en plena infancia, en un lecho de inexplicables y absurdas concupiscencias, por el mimo, el regalo, la sorprendente amabilidad y la generosidad ladina de los dos partidos anti-independentistas de la colonia» (El Mundo, 27 de junio de 1933, p. 1).
La última oración es una joya. ¿A qué se refiere Barceló con eso de que las «concupiscencias» del Partido Nacionalista se deben a la generosidad sorprendente de los dos partidos antindependentistas? Pues, a que el presidente del Partido Liberal venía insinuando desde hacía rato que la inscripción de los nacionalistas, por la vía de petición, estuvo plagada de fraude y corrupción:
Es evidente que sólo con la cooperación de los coaligados pudo inscribirse dicho Partido Nacionalista, y como hemos dicho antes, se hizo con el único propósito de que el representante de este partido sumara su voto al de la Coalición, y nunca pudiera surgir en las decisiones de la Junta Insular el empate que daba derecho al gobernador a decidir definitivamente la cuestión (El Mundo, 19 de abril de 1933, p. 1).
Albizu no podía dejar pasar estas acusaciones, y no lo hizo. Esta vez, y de la manera directa que se merecía, le responde al jefe de los liberales con un artículo titulado «Barceló y su política de sumisión al régimen». De nuevo, don Pedro habla de la importancia los cargos electivos, sobre todo, la Legislatura, al constituir la «única representación que tiene la nación portorriqueña bajo la intervención norteamericana (Albizu, Obras II, p. 431). De ahí, la estrategia de luchar por la igualdad de representación de todos los partidos en la Junta Insular de Elecciones. Y de ahí también, la incongruencia de que Antonio R. Barceló, ¡un liberal!, se exprese de la manera en que lo hace: «En el proyecto vedado retenían los portorriqueños el resultado de las elecciones. La pérdida de este poder es motivo de júbilo para el director “liberal”» (Albizu, Obras II, p. 433).
Asamblea del Partido Nacionalista (1933)
Todo esto ocurre en junio de 1933. Puerto Rico sigue sufriendo los estragos de huracán San Ciprián. En poco tiempo comenzaría la huelga de la caña, que se extendería por todos los cañaverales del país. La violencia en contra del nacionalismo comienza a tomar forma. Albizu lanza una advertencia sobre lo equivocado que sería para el imperio el obstaculizar su desarrollo pacífico. No hay temor. La patria es valor y sacrifico. No hay poder legislativo, las elecciones son una farsa, pero, hay que agotar los recursos de paz:
El nacionalismo es un principio de afirmación patria que una vez que brota no hay poder que pueda aplastarlo. Apela, en primer término, a la lucha electoral, porque es sensato agotar los recursos de paz, pero jamás ha limitado su acción ante los impedimentos que el imperio y los cipayos han arrojado ante su avance (Albizu, Obras I, p. 437).
La abstención electoral
A pesar del veto del presidente a la propuesta de una nueva ley electoral, todavía en 1934 persistían los reclamos de un cambio en la composición de la Junta Insular de Elecciones. Todos los partidos, por una razón u otra, se sentían incómodos con el «estado legalista electoral» (Albizu, Obras II, p. 75). De los defensores del régimen, el más impactado por esto era el Partido Socialista. Bajo la sección 1 de la Ley Electoral este cualificaba como partido organizado, al haber obtenido el 25,4 por ciento de todos los votos depositados para comisionado en Washington. Pero eso solo le confería voz, no voto, en la Junta Insular de Elecciones. El más afectado, en todos los sentidos, era el Partido Nacionalista, que no tenía ni voz ni voto. Albizu le cursó una misiva respetuosa a Rafael Martínez Nadal, presidente del Senado Insular. En ella le expresaba su respaldo total a la otorgación plena de derechos electorales al Partido Socialista, «porque ese es un derecho del cual sería una grosera inmoralidad privar a la citada colectividad política» (Albizu, Obras II, p. 76). Además, hizo hincapié en la característica definitoria del Partido Nacionalista y la razón por la que era merecedor de un trato igual: «Como único partido de oposición es el más llamado a tener representación en la Junta Insular de Elecciones» (Albizu, Obras II, p. 77). No sabemos si Martínez Nadal le dio respuesta alguna.
El silencio del presidente del Senado, jefe de una gran coalición anexionista que acababa de ganar las elecciones, era comprensible. La colonia había cambiado y seguía igual. El veto presidencial al intento de reforma electoral de la Coalición en 1933 fue un mensaje claro de que el control de los resultados electorales seguiría en manos de un gobernador nombrado desde Washington. De todos modos, ya las elecciones no importaban, como antes, para alcanzar prebendas y puestos gubernamentales. Ni siquiera esa consolación le quedaba al partido ganador, que en su día se proclamó defensor de la estadidad. Así, en la Proclama sobre el aniversario de la Revolución de Lares en 1934, afirmó don Pedro:
Los directores de la Coalición aspiraban a gozar por lo menos de las posiciones subalternas del presupuesto, pero con mayor asombro, han visto a los liberales, sus opositores gubernamentales derrotados en el 1932, hacerse cargo de buenas posiciones ejecutivas y especialmente de la Administración de Emergencias, la llamada Rehabilitadora, que tiene el único fondo solvente en estos momentos (Albizu, Obras II, p. 101).
En efecto, una agencia creada por el Congreso de Estados Unidos se insertaría en 1933 en la colonia con poderes fiscales omnímodos. De lo que se trataría en adelante es de quién sería el político escogido para la labor de reformar la colonia, al margen, en realidad, de los pocos espacios legislativos en manos locales. Había llegado el fin de la vida fantasmal de las facciones políticas que apoyaban al régimen. Su mundo ilusorio se había disuelto, roto, podríamos decir, como resultado de la constante fricción inútil de sus partes:
La Coalición, disuelta como está, no abriga esperanzas en su honda decepción; y los liberales, conscientes, ven a su partido en ruinas, cuando sirve solamente de lazarillo a las puertas del Capitolio, manteniendo estirada una mano entera para recibir el pedazo de carne o las galletas de la “Rehabilitadora” (Albizu, Obras II, p. 103).
El sistema colonial resultó, por su lógica interna, en la disolución de los partidos defensores del régimen imperial. Ninguno pudo cumplir, al alcanzar la mayoría de los votos, con la porción más minúscula de su programa: «Por eso se disolvió el Partido Unionista, después la Alianza, y la Coalición va recorriendo la misma suerte, y desaparecerá como los que pretendan sustituirla bajo ese mismo régimen» (Albizu, Obras II, p. 114).
Recorrer una suerte, no meramente correrla. Eso es lo que le había sucedido a Puerto Rico bajo el imperio estadounidense. Nuestra situación no era un asunto de mera mala suerte. Éramos víctimas del imperio, que nos desterraba de la patria: «Estamos amasando con lágrimas de sangre el destierro, en masa, en nuestra propia patria, debido al brutal acaparamiento que de nuestras tierras y de toda nuestra riqueza han hecho los yanquis, amparados por su tiránica intervención» (Albizu, Obras II, p. 112).
La cita anterior es del 12 de septiembre de 1934. En octubre de 1934, Rafael Martínez Nadal, abandona todo gesto de contrariar el despotismo colonial. Ya no guarda ni las apariencias. Adopta la visión de que somos un pueblo incapaz de regir nuestros destinos. Albizu lo critica con firmeza, quizás esperanzado en que quede en el jefe de los anexionistas puertorriqueños, otrora tratado con deferencia por él, algún sentido de responsabilidad ante su pueblo. Ya no es una misiva privada, sino que ofrece, al respecto, declaraciones a la prensa (Albizu, Obras II, p. 111). Se consuma la disolución de los partidos de gobierno, por inútiles: «Los partidos políticos gubernamentales se han disuelto. Se constituyeron para gobernar y han desaparecido porque bajo una intervención extranjera la nación no puede conferir poderes a sus propios ciudadanos porque el interventor se los ha usurpado» (Albizu, Obras II, p. 101).
Blanton Winship, gobernador de Puerto Rico entre 1935 y 1939.
En febrero de 1935 Blanton C. Winship llega a Puerto Rico con el encargo de poner fin al nacionalismo por medios violentos. Con él viene un vulgar asesino imperial de nombre Francis Riggs, veterano de la intervención estadounidense en Nicaragua. El 24 de octubre de1935, la Policía colonial asesina a cuatro nacionalistas —Ramón S. Pagán, Eduardo Rodríguez Vega, Pedro Quiñones y José Santiago Barea— en lo que se conoce como la Masacre de Río Piedras. Otro nacionalista, Dioniso Pearson, es herido gravemente y arrestado por los policías. En el duelo de las víctimas de la Masacre de Río Piedras, Albizu proclama que la injuria de los asesinos no va a quedar impune. Riggs hace declaraciones a la prensa en que promete «¡Guerra, guerra y guerra!» contra los nacionalistas. El 30 de octubre de 1935, Albizu Campos contesta con serenidad las declaraciones de Riggs: «El nacionalismo reconoce su franqueza y recoge el guante: Habrá guerra, guerra y guerra. ¡Guerra contra los yankis!» (Albizu, Obras II, p. 217). Como si estuviera de nuevo bajo el influjo de sus acertadas premoniciones del pasado, Albizu retoma un escrito inédito de 1932 y lo entrega a la prensa el 25 de noviembre de 1935. Se titulaba La mentira del sufragio (Albizu, Obras I, p. 395). En él, don Pedro hace una síntesis de lo vivido y no vivido electoralmente bajo el imperio norteamericano y se reafirma en la convicción de que en Puerto Rico no existe el sufragio en forma alguna: «Se rige el país militarmente por un reglamento que le impone el poder imperial ocupante de Estados Unidos» (Albizu, Obras I, p. 396). Poco después, el 1.0 de enero de 1936, el líder nacionalista retoma también una idea que ya había expresado en 1927. Ese día firma la Proclama sobre la abstención electoral (Albizu, Obras II, p. 229). Albizu ya no se hacía de ilusiones con los partidos coloniales. Estos seguirían, en su opinión, «recorriendo» el curso inexorable de su disolución, «por inútiles». Con La proclama sobre la abstención electoral del 1 de enero de 1936, año 68.0 de la Proclamación de la República, Albizu Campos rompe con el maleficio electoral de la colonia y decide empuñar las armas en la lucha por la independencia…
Nación y democracia
En 1932, nos dice Albizu Campos, «por primera vez durante la intervención militar yanqui, estuvo en manos de los portorriqueños, ser los únicos árbitros del resultado electoral» (Albizu, Obras I, p. 428). ¿No contradice esto su afirmación, hecha ya desde 1927, de que el sufragio colonial era una farsa? Más aun, ¿cómo es posible que esta farsa pueda convertirse en una «fuerza demoledora del sistema colonial»? (Albizu, Obras II, p. 396). Consideradas así, en aislamiento unas de otras, estas afirmaciones parecen contradecirse de manera absoluta. Pero no lo son, ni lógica ni históricamente.
Platón decía que la principal exigencia del conocer es «el considerar las cosas en sí y por sí mismas; por una parte, considerarlas en su universalidad, por otra parte, empero, no desviarse de ellas, ni acudir a circunstancias, ejemplos y comparaciones, sino solo tener delante de sí las cosas, y llevar a la conciencia lo que en ellas es inmanente» (Hegel, p. 730). Es precisamente eso lo que hemos intentado hacer con la práctica electoral del Partido Nacionalista bajo el liderato de don Pedro: considerarla en sí y por sí misma. El análisis del período de 1930-1934 nos revela que esos años tuvieron unas características electorales únicas en la historia electoral de Puerto Rico. La tesis de que las elecciones son una farsa no pierde su validez. Lo que ocurre es que, por una combinación original de factores, el poder político —utilizando una expresión de Corretjer—, «entra en controversia» en las elecciones. Fue un momento único, como puntualiza don Pedro, una coyuntura excepcional en que los reclamos democráticos de la nación puertorriqueña, paradójicamente, encontraron un espacio de expresión en el marco del sistema electoral corrupto y opresor.
¿Qué reclamos democráticos? Pues, los concernientes a la creación de un sistema electoral estable y desarrollado. Esa aspiración, según Juan Antonio Corretjer, no solo era algo común entre nuestra población, sino que, además, enlazaba la historia emancipatoria de Puerto Rico con la del resto de América Latina:
Los apologistas de la democracia parlamentaria hacía muchos años que propagandizaban en Puerto Rico la virtud ciega del sistema electoral yanqui. La creación y estabilización de un sistema electoral amplio era en Puerto Rico, como en toda la América Latina, una necesidad y una aspiración del pueblo. Los yanquis encontraron un núcleo de opinión favorable a la sistematización electoral. Pero el pueblo, desorientado por sus líderes, no veía, desgraciadamente, que se jugaba su vida histórica a unos dados cargados que cada vez que se tiran dan colonia. Arrastrado por su falso liderato a correr ilusionado tras un cruel espejismo democrático el país se lanzó a la jugarreta yanqui con el ímpetu suicida que el toro embiste la espada del lidiador (Corretjer, La lucha, p. 106).
La aspiración de los puertorriqueños a tener un sistema electoral amplio y estable era, por tanto, un componente fundamental de los derechos emancipatorios de la nación puertorriqueña. El gran mérito de Albizu Campos fue demostrar que el «cruel espejismo democrático» de que habla Corretjer no era algo fortuito ni idiosincrático, sino el producto específico de la Ley Jones y, en particular, de la Ley Electoral de 1919. La Junta Insular de Elecciones —insistía don Pedro— era un mecanismo electoral que sofocaba la «única representación que tenía la nación puertorriqueña bajo la intervención norteamericana» (Albizu, Obras I, p. 432). En esa limitada representación, estaba incluida la Legislatura y «todo partido constituido en Puerto Rico representante de fuerzas vivas en el país» (Albizu, Obras I, p. 63).
La historia electoral de Puerto Rico no comenzó con la invasión de 1898. Para entonces, ya era casi centenaria (Bayron, pp. 1-4). Lo que se inicia en el 1898 y, sobre todo con la Ley Electoral de 1919, es la intromisión perversa de Estados Unidos en los procesos eleccionarios en nuestro país. Repetimos, el mecanismo clave era aquí la Junta Insular de Elecciones, que Albizu llamaba «un medio de tiranía que el régimen interventor ha esgrimido contra la nación por medio de los partidos políticos que han patrocinado su política destructora» (Albizu, Obras II, p. 75). Sí, operaba por medio de los partidos políticos coloniales, pero no por ello dejaba de ser un instrumento en manos del imperio.
¿Qué hacer en una coyuntura en que, por una combinación única de factores, se planteaba la posibilidad de arrebatarle al gobernador colonial el control absoluto del resultado electoral? ¿Se debía o no intervenir revolucionariamente en el corrupto proceso electoral? De todas las agrupaciones políticas, únicamente el Partido Nacionalista no estaba ni organizativa ni programáticamente encadenado al sistema electoral de la colonia. Por eso, en su respuesta al veto del gobernador Beverly el 15 de abril de 1933, Albizu señaló que «al nacionalismo no le preocupa ley electoral alguna. Su marcha ascendente se impone por la voluntad de la Nación Portorriqueña» (Albizu, Obras I, p. 418). Pero, a la vez, el líder nacionalista aseveró que no fue asunto de poca monta esa de que el nacionalismo se constituyera en 1932 en árbitro de las controversias en la Junta Insular Elecciones. Esto fue un golpe político inmenso al «propósito perverso del enemigo de impedir la acción conjunta nacional frente al imperio de Estados Unidos» (Albizu, Obras II, p. 229). Había que defender el interés de la nación puertorriqueña, representada aquí, ante todo, por el Partido Nacionalista y su táctica de avocar una Ley Electoral que «diera garantías a todos los sectores de opinión» (Albizu, Obras II, p. 75). Poco importa que entre esos sectores de opinión hubiera agrupaciones políticas que defendieran el coloniaje y la estadidad, como el Partido Socialista. El concepto albizuista de la nación boricua era inclusivo de todos los sectores del país victimizados por Estados Unidos: «El nativo frente al imperio está completamente indefenso, tanto en el sentido colectivo como en el sentido individual» (Albizu, La conciencia, p. 174).
La historia está llena de momentos excepcionales como el aquí estudiado, que abren, sin anunciarse, una ventana de posibilidades sin precedente de intervención revolucionaria. No hay en ellos, como en nada en la vida, garantías absolutas de triunfo. Pero la diferencia entre una práctica revolucionaria original y el estancamiento brota de la habilidad para comprender las coyunturas excepcionales en las luchas de los pueblos oprimidos. Don Pedro hace referencia al caso de España en esa época:
«La farsa electoral puede convertirse en una realidad demoledora del régimen que agobia la patria. Sería el caso de un plebiscito forzoso contra el poder como ha pasado en España. En nuestro caso se trata de algo más serio todavía; de la supresión de la ocupación extranjera para organizar la nacionalidad puertorriqueña» (Albizu Obras II, p. 396).
¿Qué factores se combinan entre 1930 y 1934 para que el poder político entrara en controversia en los procesos electorales de Puerto Rico? En primer lugar, la intensificación del caos eleccionario creado a lo largo de toda una década por la Ley Electoral de 1919 y sus enmiendas. El país vivía su efecto cumulativo. En segundo lugar, el imperio comete una torpeza mayor con la Ley Electoral del 6 de julio de 1932. Esta, lejos de aminorar el conflicto entre los partidos principales, abre las puertas para que se intensifique, al permitir la entrada de todos los partidos y organizaciones políticas en condiciones de igualdad de voz y voto. Tercero, y esto es lo decisivo, el Partido Nacionalista desarrolla, a partir de 1930, una política electoral revolucionaria que busca la supresión inmediata del coloniaje. Arrebatarle el poder electoral al gobernador colonial era un paso coherente con esa meta. No solo promovía la unidad real entre las agrupaciones políticas del país sobre la base de principios de participación igualitaria, sino que permitía una expresión libre a la voluntad nacional, en todas sus variantes.
Sí, lo logrado electoralmente por el Partido Nacionalista en 1930-1934 no era más que un embrión del reclamo fundamental de Albizu de celebrar una Convención Constituyente que proclamara la República; es decir, un esbozo de una concertación genuina y amplia entre los representantes políticos de la nación boricua. Por eso, y precisamente por eso, porque contenía el germen de la autodeterminación y del fin del coloniaje, el presidente de Estados Unidos lo aplastó de manera directa y contundente. No lo hizo por medio de sus cipayos en Puerto Rico ni por medio de su representante en la colonia. Lo hizo él en persona. Tal es el significado «inmanente», usando la expresión de Platón, del veto del presidente de Estados Unidos a la Ley Electoral de 1933 que retaba el poder absoluto del imperio sobre los procesos electorales en nuestro país. Temblaron las rodillas de los políticos coloniales, pero no las de Albizu Campos.
Juan Antonio Corretjer afirma, en el libro ya citado, que entre 1930 y 1932 Puerto Rico experimentó un verdadero «período de auge de la revolución» (Corretjer, La lucha p. 62). La presencia de una organización revolucionaria comprometida y valiente fue clave para que esto sucediera. «En las elecciones de noviembre de 1932 lo que el Partido Nacionalista pedía al pueblo era un mandato revolucionario» (Ibid., p. 65). El veto del presidente Roosevelt a la Ley Electoral aprobada por la Legislatura de Puerto Rico en 1933 fue la señal de que el imperio no iba a permitir procesos electorales genuinos en manos de los puertorriqueños. Había que regresar al sistema anterior y al caos generalizado de 1924-1928. Así lo entendieron todos los líderes coloniales, incluido Rafael Martínez Nadal, quien, dicho sea de paso, en 1928 había demandado al superintendente de la Junta Insular de Elecciones con argumentos de inconstitucionalidad de la sección 36 de Ley Electoral (Martínez-Nadal v. Saldaña, 38 D.P.R., 1928, WL 6367, PR). Pero ya cuando el presidente Roosevelt anuncia su visita a Puerto Rico en junio de 1934, todo el liderato colonial anexionista había sido puesto en cintura. Los partidos políticos estaban disueltos. El poder del imperio sobre los puertorriqueños era absoluto, y así había que aceptarlo. La única fuerza que se opuso a ese despotismo descarado fue el Partido Nacionalista:
«Viene Mr. Roosevelt a Puerto Rico de paso para Haití, Colombia y Panamá. Aquí dirá unas palabras amables para nuestra América, su cultura y su civilización. Él, como todo norteamericano ilustrado, sabe que la América Ibérica es una en el fondo, y que Puerto Rico es parte de ese gran todo que es objeto de la codicia norteamericana […] En tales circunstancias es doblemente no grata la anunciada visita del presidente» (Albizu Obras II, p. 92).
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Asamblea Legislativa de Puerto Rico. (1923). Ley para enmendar la Ley de Inscripciones y Elecciones. Rescatado de: Heinonline, pp. 561-603.
Asamblea Legislativa de Puerto Rico. (1924). Ley para enmendar la Ley de Inscripciones y elecciones. Recatado de: Heinonline, pp. 3-48.
Asamblea Legislativa de Puerto Rico. (1927). Ley para enmendar las secciones 40 y 42 de la Ley de inscripciones y Elecciones. Rescatado de: Heinonline: pp. 395-398.
Asamblea Legislativa de Puerto Rico. (1929). Ley para enmendar las secciones 15, 21, 21ª, 23 y 25 de la Ley de Inscripciones y Elecciones. Rescatado de: Heinonline, pp. 181-192.
Asamblea Legislativa de Puerto Rico. (1932). Ley para enmendar las secciones 1, 13, 14, 35, 36, 37, 47, 64 y 77 de la Ley no. 70, titulada Ley para establecer la Ley de Inscripciones y Elecciones. Rescatado de: Heinonline, pp. 5-41.
NOTA: Esta tabla se puede leer de izquierda a derecha. La composición de la Junta Insular de Elecciones para los comicios de 1928 fue determinada por los resultados de 1924, la de 1924 por los de 1920. La excepción es 1932, en que prevaleció una ley temporal. Ausente la misma, habría prevalecido el resultado de 1928: Una silla para los republicanos (1) y una para los socialistas (1):
1924: Alianza (Partido Unión de Puerto Rico + Partido Republicano Puertorriqueño) vs. Coalición(Partido Socialista + Partido Constitucional Histórico)
1928: Partido Alianza Puertorriqueña del Partido Unión y el Partido Republicano vs. Partido Socialista Constitucional (Partido Socialista + Partido Constitucional)
1929-1932: Partido Unión Republicana (Partido Unión + Partido Constitucional Histórico) vs. Partido Liberal (Antiguos unionistas del Partido Alianza) vs. Partido Nacionalista.
1932*: Regla condicional: «Disponiéndose, sin embargo, que si los dos partidos principales se combinaren en cualquier forma, bien fusionándose o postulando el mismo candidato para Comisionado Residente en Washington, o nominando los mismos candidatos en un mayoría de los distritos senatoriales o representativos de la Isla, entonces los observadores nombrados de acuerdo con las Secciones 1, 13 y 47 de esta ley por los partidos organizados y los partidos inscritos por petición en toda la Isla a base del diez por ciento o más del voto emitido para Comisionado Residente a los Estados Unidos en las últimas elecciones precedentes, tendrán voz y voto en las deliberaciones de la Junta Insular y juntas locales de elecciones y tendrán en todo respecto los mismos derechos y obligaciones que se estipulan para los representantes de los partidos principales» (Leyes 1932, p. 19).
Fuente: Rebelión