“Una sola chispa puede incendiar la pradera”
Mao Zedong, 1930
Los acontecimientos parecen precipitarse en los últimos quince años, desde el momento en el que la crisis financiera global puso de manifiesto que la supuesta victoria del capitalismo neoliberal sobre sus enemigos se transformaba en un sinfín de catástrofes de toda naturaleza. Desde entonces vamos de sobresalto en sobresalto con una permanente sensación de provisionalidad y urgencia existencial. Un Maelstrom que amenaza con engullirnos y dejarnos fuera de la historia o quizá devolvernos transformados.
Para el sindicalismo, esta nueva etapa marcada por el proceso acumulativo de crisis y reestructuración capitalista supone una incómoda revelación de sus enormes carencias y retraso en la articulación política y organizativa necesaria para responder al gigantesco desafío de resistir al capital y sus formas de gobierno, pero también de proponer formas de lucha, alianzas y propuestas políticas que supongan un aliento transformador que devuelva ilusión e imaginario alternativo revolucionario a una clase trabajadora acostumbrada a un fatalismo de corto alcance frente a un enemigo que se antoja invencible.
El neoliberalismo es, en esencia, una nueva articulación del poder de clase del capital. Su doctrina económica solo es su aspecto formal de presentación, pero el hecho de que presente diferentes articulaciones de sus principales características en países y regiones del planeta nos permite resaltar su principal y central característica más arriba enunciada: ser el ejercicio concreto de una determinada configuración de clase. Comprender esta cuestión debe servirnos para entender que la respuesta que desde las luchas obreras puede darse tiene como objetivo central quebrar la fortaleza de ese poder. En ese camino, se crea una urdimbre de alianzas y propuestas que, sin dejar de señalar el punto crítico consistente en desarticular ese poder, reconoce la necesidad de construir una estrategia que combine propuestas políticas y formas de lucha que de algún modo corrijan la fragmentación de la clase trabajadora agudizada por el capitalismo neoliberal.
Recapitulemos las fases más recientes del drama histórico representado por la hegemonía neoliberal:
Después de la Gran Depresión de 2008, el capital parecía buscar la salida a través de lubricar los mecanismos rotos de la acumulación financiarizada mediante inyecciones masivas de dinero (flexibilización cuantitativa) que incrementaron de manera brutal los balances de los bancos centrales y los beneficios del sector bancario privado, pero que no resultaron especialmente efectivos para el crecimiento de la economía sobre fundamentos menos especulativos y más vinculados a la economía productiva. Los cuellos de botella de un mercado mundial excesivamente sobrecapitalizado y saturado de mercancías, así como condicionado por una tasa de ganancia que resultaba demasiado raquítica como para desatar un proceso de acumulación de capital vigoroso, constituían obstáculos notables para alcanzar tasas de crecimiento elevadas y adecuadas para sanear la economía mundial e incrementar beneficios.
La crisis de la covid-19 fue, ni más ni menos, una manifestación de las contradicciones catastróficas del capitalismo. Esta vez una profecía enunciada por muchas voces críticas contra el capitalismo neoliberal y sus formas de condicionar las relaciones de los seres humanos con la naturaleza, a través de la explotación de los recursos medioambientales, la producción industrial de alimentos, la interacción con los animales salvajes al invadir sus ecosistemas naturales, el cambio climático, etcétera, se hizo realidad. El virus SARS-coV-2 [covid19] provocó una pandemia mundial con millones de muertes y puso al desnudo las gigantescas desigualdades a escala global entre las diferentes zonas del planeta, las vulnerabilidades de los sistemas de salud pública y la fragilidad de una economía global que, ante los cierres de las actividades productivas y la interrupción de los intercambios, creó alteraciones muy serias en las cadenas de valor globalizadas, desatando consecuencias que han modificado el dibujo global de las relaciones mundiales entre zonas, ya muy recalentadas por la crisis de 2008.
El siguiente acto, en el que aún nos encontramos, tiene que ver al menos con cuestiones que afectan a la relación entre bloques económicos y de poder global y la urgencia desatada por la crisis de precios de la energía proveniente de los combustibles fósiles y, en general, a la emergencia ambiental global, otra manifestación de la crisis capitalista y del retraso político de los movimientos antisistémicos en general.
Y, por último, una guerra localizada en Europa que, a diferencia de otras muchas en pleno desarrollo en otras zonas del planeta, adquirió directamente una dimensión global con repercusiones económicas y políticas enormes en el equilibrio de poder mundial existente hasta la fecha y que, como cualquier guerra, genera áreas de incertidumbre que afectan a la supervivencia de nuestra especie.
Queda señalar que como un déjà vu, en forma de pesadilla de un pasado muy reciente, la explosión inflacionaria desatada en los países centrales del capitalismo constituye la nueva manifestación de cómo los grandes conglomerados empresariales de todo tipo, las transnacionales energéticas y de combustibles fósiles, los bancos y las empresas tecnológicas del capitalismo digital, aprovechan las dificultades e incertidumbres coyunturales, así como su poder monopólico, para acumular ganancias mediante una subida de precios favorecida por el miedo reverencial que los gobiernos de toda forma o signo político tienen a romper las reglas del mercado y, en consecuencia, molestar a los grandes capitalistas en su banquete de rapiña a costa de los niveles de vida de las mayoría sociales castigadas y precarizadas por 15 años de crisis y zozobra en sus vidas.
Este es el menú que la clase trabajadora y sus organizaciones sindicales tienen servido para consumo inmediato, y seguro que promete una digestión pesada. Sin embargo, resulta esperanzador observar que por todo el mundo asistimos a una reacción de la clase trabajadora a la ofensiva inflacionaria de los capitalistas, que supone en gran medida un combate por la supervivencia de capas enteras de nuestra clase que viven con salarios de pura subsistencia y con perspectivas de seguir empeorando sus condiciones de vida bajo el despotismo del capital. Y es que no podemos olvidar que el poder neoliberal desplegó toda una panoplia de técnicas de política económica destinadas a deprimir los salarios, abaratar los componentes que forman el coste de la fuerza de trabajo y crear las condiciones de todo tipo para una gestión tiránica de esa misma fuerza de trabajo, que ahora es sometida a una nueva ofensiva en forma de escalada de precios que busca deprimir aún más la respuesta a esta situación.
Estas luchas adquieren una masividad inmediata, y en muchos países se prolongan más allá de lo que puede ser un fogonazo de rabia y desesperación. Casos como el británico, con surgimiento de plataformas de lucha como Enough is Enough, que agrupa a diferentes asociaciones y grupos de la izquierda junto con los sindicatos contra la escalada de precios y los recortes en los servicios públicos, protagonizando la más importante movilización de masas en décadas en un momento de crisis política sin precedentes en Gran Bretaña. O el más significativo de Sri Lanka, que llevó directamente a transformar una respuesta a la subida de los precios de productos básicos en un movimiento revolucionario que provocó la caída del gobierno y generó un breve vacío de poder que la ausencia de alternativa política no alcanzó a cubrir. La explosividad que estas luchas adquieren se explica por la presencia de un malestar difuso sobre la base de que más allá de una demanda de aumento salarial convocan por sí mismas a otros sectores y grupos sociales que ponen sobre el campo de batalla cuestiones como la corrupción, la justicia fiscal, el precio de los alquileres de la vivienda, la contaminación, la crisis climática, el precio de los alimentos, la especulación y abuso de los intermediarios mayoristas sobre los precios pagados a los pequeños agricultores y ganaderos, transportistas autónomos, etc. Incluso toda una capa creciente de eso que se denomina trabajo informal participa en estos movimientos y se convierte en dinamita reivindicativa que contribuye a radicalizar las luchas.
Los sindicatos necesitan entender que solamente superando el marco formal de las relaciones de trabajo establecidas, es decir, las negociaciones de convenio o los pactos intersectoriales, puede comenzar la recuperación de la fuerza movilizadora y de encuadre sindical. Una alianza con asociaciones, plataformas y colectivos que tienen agendas propias pero complementarias de la lucha sindical, puede iniciar el duro proceso de remontar el declive sufrido en décadas de derrotas que han provocado una fragmentación, precarización y marginalización de la mayoría de la clase trabajadora.
Podemos decir que todo este ciclo de luchas es necesariamente la base de una gran acción política contra las políticas capitalistas. Los sindicatos tienen que recuperar el concepto de sindicalismo sociopolítico y convertirlo en elemento central y urgente que determine su orientación general. Más política de clase y no menos. Eso es volver a levantar propuestas directamente anticapitalistas que cuestionen la inevitabilidad de los límites impuestos por las políticas y estructuras de la gobernanza capitalista. Los sindicatos deben contribuir a levantar un discurso y acción que derrote el fatalismo y revitalice la esperanza en un futuro mejor y diferente. Solo ese constante trabajo de recuperación y actualización de un discurso radical puede combatir la demagogia mortal de la extrema derecha que crece sobre un terreno abrasado por largos años de derrotas y renuncias de la izquierda y los sindicatos. Debemos romper el sentido común dominante que es a todas luces paralizante y origen de frustraciones permanentes.
La transformación de la acción sindical ha comenzado, no cabe duda que esto se va realizar por la experiencia directa que va suponer las duras pruebas impuestas por nuestros enemigos de clase.
En primer lugar, resulta fundamental romper la cultura institucionalista y posibilista dominante en una mayoría del movimiento sindical. Años de concertación han provocado una integración de los sindicatos mayoritarios en las dinámicas y estructuras del Estado sin lograr cosechar resultados realmente efectivos para mejorar estructuralmente las posiciones de la clase trabajadora. La reforma laboral es el ejemplo más transparente.
En segundo lugar, la democracia debe retornar como práctica real y cotidiana de la acción sindical. Una suerte de verticalismo organizativo, reforzado por prácticas plebiscitarias blindadas por aparatos burocráticos a modo de coraza que protege a una élite que toma las decisiones estratégicas y políticas del sindicato, no solo no garantiza su fuerza y efectividad, sino que los aísla del sentimiento y necesidad real de la gente a la que deben organizar y representar, haciéndoles dependientes del Estado en diferentes grados.
Un tercer aspecto es vincular de modo creativo las reivindicaciones de los grupos y colectivos afectados por las políticas neoliberales, extender las luchas, coordinarlas y darles un contenido político que, sin renunciar a conquistas parciales o simplemente a desarmar medidas concretas lesivas para algún sector o colectivo en lucha, conciban cada una de ellas como un episodio parcial destinado a fortalecer un movimiento hacia conquistas más fundamentales y menos provisionales orientadas en un sentido anticapitalista.
Una cuarta cuestión tiene que ver con la relación de estas luchas con la representación política institucional de la izquierda. La independencia política y organizativa respecto a la dinámica institucional de los movimientos de lucha que puedan desarrollarse constituye un valor central a preservar. Precisamente, es la fortaleza y claridad de las luchas lo único que puede garantizar una verdadera efectividad, por limitada que sea, de la acción parlamentaria e institucional de cualquier tipo y no su instrumentalización.
Una quinta condición es desarrollar una verdadera acción de solidaridad, intercambio y coordinación global de las luchas y de sus organizaciones. Empezando por Europa, no existe un verdadero movimiento sindical europeo, más allá de que la actuación de la Confederación Europea de Sindicatos (CES) sea la de un lobby de presión en Bruselas con alguna que otra demostración de calle de vez en cuando. Es una Europa que sindicalmente se moviliza cada vez más por cuestiones comunes, pero que se muestra incapaz de coordinarse para elaborar respuestas políticas a esos mismos problemas. Esta suerte de nacionalismo sindical que intenta responder a las políticas del capital y cuya efectividad se proyecta a escala continental es totalmente insuficiente para provocar cambios profundos que supongan puntos de arranque que funcionen realmente para revertir tantos años de debilitamiento organizativo del sindicalismo europeo.
En un sentido, la época que nos ha tocado vivir nos plantea comenzar desde el principio a construir las herramientas a emplear en la presente lucha. No debemos abandonar las antiguas lecciones de un pasado más o menos próximo, pero exigen de nuestra parte incorporarlas como parte constitutiva de lo nuevo, con el objetivo de superarlas extrayendo lo más útil y valioso y desechando lo inservible y nocivo de las prácticas sectarias y autorreferenciales. Una nueva agenda de cuestiones como la crisis ecológica del capitaloceno y la respuesta ecosocialista a la misma; los cuidados, la salud y la enseñanza como centro de una nueva construcción social de relaciones y saberes, la recuperación de los bienes comunes mercantilizados y expropiados por el capital como base de una nueva sociedad; la oposición a las guerras construyendo un nuevo internacionalismo militante. Estas cuestiones, y otras muchas, son el cuerpo de una estrategia que sirva, en definitiva, para recuperar la idea de revolución como acontecimiento de ruptura que inicie una nueva época para la humanidad y el planeta.
Fuente: Viento Sur