La familia revolucionaria
Nuestra América vive un tiempo nuevo. El régimen chileno, mitad neoliberal, mitad pinochetista, cruje. La resistencia crece. Y toda resistencia se fortalece y consolida en la medida en que aprende de su propia historia. Nada mejor, entonces, que recuperar enseñanzas para los tiempos porvenir.
Miguel Enríquez [1944-1974], como tantos otros militantes de Nuestra América, constituye una de las principales fuentes de inspiración para las nuevas rebeldías. Hijo político del Che Guevara y, por eso mismo, hermano de nuestros Mario Roberto Santucho, John William Cooke, Alicia Eguren y Daniel Hopen; Miguel pertenece a esa gloriosa familia continental que también integran Luis Emilio Recabarren, José Carlos Mariátegui, Julio Antonio Mella, Farabundo Martí, Fidel Castro, Carlos Fonseca, Roque Dalton, Carlos Marighella, Fabricio Ojeda, Silvio Frondizi, Rodolfo Walsh, Turcios Lima, Inti Peredo, Tamara Bunke, Raúl Sendic, Camilo Torres, Raúl Pellegrín y Cecilia Magni, entre muchísimos más.
Que el recuerdo de su caída sirva no sólo para rememorarlo con cariño y orgullo en su querido país —hoy en plena ebullición popular, tras medio siglo de neoliberalismo— sino también para aprender de él, de su pensamiento, de su ejemplo y de su lucha en toda Nuestra América y el mundo.
Un joven rebelde que interviene sin pedir permiso
Miguel vivió la lucha revolucionaria de su pueblo como un joven rebelde. No solamente por su corta edad sino además por su mente abierta, su antiimperialismo visceral y su desafío de las jerarquías establecidas.
Su vida política juvenil fue meteórica. Vivió joven y, lamentablemente, murió joven. Apenas había cumplido los 30 (treinta) años cuando la muerte en combate lo encontró dignamente donde tenía que estar. Del lado del pueblo, de cara al enemigo, enfrentando la dictadura contrainsurgente del general Pinochet, quien inauguró —Milton Friedmann mediante— el neoliberalismo a escala mundial. Incluso antes que la Inglaterra de Margaret Thatcher y los Estados Unidos de Ronald Reagan.
¡Sí, Miguel tenía apenas treinta años! Parece mentira. (No olvidemos que Julio Antonio Mella, el fundador del primer partido comunista cubano, fue asesinado en su exilio mexicano cuando apenas tenía 25 años…). Y pensar que ya a esa edad había desarrollado todo un pensamiento teórico propio y una acción política encaminada a concretarlo.
Deberían tenerlo en cuenta algunos ex revolucionarios, arrepentidos o quebrados, cansados de luchar y de confrontar, que apelando a su prestigio del pasado hoy se pliegan al poder subestimando con soberbia a las nuevas generaciones de militantes rebeldes que en el Cono Sur de Nuestra América y en otras latitudes se están formando con el objetivo de sembrar la simiente de una nueva y futura oleada revolucionaria. Esos mismos que, tan lejanos de la humildad de Miguel Enríquez y de Robi Santucho, de Fidel y el Che, de Sendic y Marighella, en lugar de acompañar a las nuevas generaciones en la recuperación de la tradición revolucionaria “olvidada”, de alentarlas en la rebelión contra el sistema imperialista y en el rechazo de sus múltiples estrategias contrainsurgentes (las “duras” y las “blandas”), de transmitirles la experiencia del pasado (incluso si fue derrotada), están más preocupados por lustrar su propio ego y exaltar su propio ombligo.
La tarea urgente de nuestros días presupone revertir lo que el genocidio de las dictaduras militares (y las metafísicas “post” que las sucedieron durante las décadas subsiguientes en el campo de las formaciones ideológico-políticas) intentaron implementar: el olvido sistemático de las insurgencias y la “deconstrucción” de identidades antimperialistas y anticapitalistas en los movimientos juveniles del continente. Si a comienzos del siglo XX ser de vanguardia implicaba romper con todo pasado y toda tradición, actualmente, en el siglo XXI, después del genocidio y las metafísicas “post” (postestructuralismo, posmodernismo, posmarxismo, estudios postcoloniales, etc.), no hay nada que sea políticamente más urgente y radical que recuperar la tradición revolucionaria olvidada y superar el vacío artificialmente inducido entre aquella generación de Miguel Enríquez y la actual.
En el año en que se funda el Movimiento de Izquierda Revolucionaria-MIR de Chile, Miguel Enríquez tenía 21 años. Cuando se convierte en su secretario general contaba con 23. Su hermano argentino, Mario Roberto [“Robi”, “el negro”] Santucho, tenía 29 años cuando se funda el Partido Revolucionario de los Trabajadores-PRT y apenas llegaba a 40 cuando muere a manos del Ejército argentino. Ernesto Guevara ni siquiera había cumplido los 40 cuando fue asesinado, desarmado y a sangre fría, por el Ejército boliviano bajo órdenes de la CIA en La Higuera, Bolivia. Toda una generación latinoamericana de jóvenes que no pidieron permiso para pensar, para cuestionar, para hablar, para estudiar, para militar y actuar, para amar. Hay que aprender de su ejemplo…
El doble desafío (de Lenin y Gramsci en clave latinoamericana)
La práctica política del MIR y de Miguel Enríquez ubicaron en el centro del debate la doble tarea que los movimientos revolucionarios tienen por delante si pretenden lograr eficacia en su accionar contra el imperialismo capitalista como sistema mundial: crear, construir y desarrollar la independencia política de clase y, al mismo tiempo, la hegemonía socialista.
En la historia latinoamericana, quienes sólo pusieron el esfuerzo en la creación y consolidación de la independencia política de clase, muchas veces quedaron aislados y encerrados en su propia organización. Generaron grupos aguerridos y combativos, militantes y abnegados, pero que no pocas veces cayeron en el sectarismo (en el mejor de los casos, cuando no, en el burocratismo). Una enfermedad recurrente y endémica por estas tierras del Cono Sur. Quienes, en cambio, privilegiaron exclusivamente la construcción de amplísimas alianzas políticas e hicieron un fetiche de la unidad y “el diálogo” a toda costa, con cualquiera y sin contenido preciso, soslayando o subestimando la independencia política de clase y sobre todo el antiimperialismo, terminaron convirtiéndose en furgón de cola de la burguesía y el empresariado, cuando no fueron directamente cooptados por alguna de las múltiples instituciones del imperio.
Una de las grandes enseñanzas políticas de Miguel Enríquez y de todos aquellos y aquellas que entregaron su vida por el sueño más noble de todos los que podamos imaginar, la creación del socialismo, es que hay que combinar ambas tareas. No excluirlas sino articularlas en forma complementaria y hacerlo de modo dialéctico, si se nos permite el término —que ha sido vituperado y denostado a rabiar por las metafísicas “post” e incluso por los neokantianos que en nombre de la Ilustración nos invitan a resucitar el reformismo oxidado del abuelo Eduard Bernstein y su nieto vergonzante, el eurocomunismo—.
Es decir, que nuestro mayor desafío consiste en ser lo suficientemente claros, intransigentes y precisos como para no dejarnos arrastrar por los distintos proyectos imperialistas y mercantiles en danza —sean neofascistas o se disfracen de “tolerantes” y “progresistas”— pero, al mismo tiempo, tener la suficiente elasticidad de reflejos como para ir quebrando el bloque geopolítico de poder del capital y sus alianzas, mientras vamos construyendo nuestro propio espacio de poder, antimperialista y anticapitalista. Al interior de cada sociedad y cada país pero apuntando hacia una perspectiva integradora, de escala y alcance continental. Y eso no se logra sin construir alianzas contrahegemónicas con las diversas fracciones de clases explotadas, pueblos oprimidos y movimientos antisistémicos, articulando en un horizonte común el arcoíris multicolor junto a la bandera roja, símbolo del proyecto más radical que la humanidad ha podido crear hasta el momento.
No confiar en el imperialismo «pero… ni un tantito así»
Miguel Enríquez y sus compañeros y compañeras también contribuyeron a esclarecer la necesaria e íntima imbricación entre las luchas populares de los movimientos sociales latinoamericanos —desde las reivindicaciones más elementales que laten en las poblaciones, villas miseria, favelas y cantegriles hasta las más elevadas como la lucha continental por el socialismo— con la cuestión del antiimperialismo. No puede haber en Nuestra América ni ejercicio real de la democracia sustantiva (basada en la participación directa del pueblo en la adopción de las grandes decisiones nacionales, la gestión comunal y el sistema presupuestario de financimiento), ni autodeterminación nacional y soberana ni socialismo auténtico que no se planteen al mismo tiempo la resistencia y la lucha antiimperialistas. No son “etapas” rígidas y distintas ni aspectos escindibles de la vida política. Constituyen fases de un mismo proceso de lucha.
Ese pensamiento tan característico de Miguel Enríquez también resulta aleccionador y goza de abrumadora actualidad para los debates teóricos y políticos contemporáneos. Tanto frente a quienes reducen las luchas latinoamericanas actuales únicamente a la contradicción entre imperialismo y nación (negando cualquier otro tipo de contradicciones en el medio) como frente a quienes, en el polo opuesto, pretenden enterrar por decreto filosófico posmoderno la existencia de la dependencia, del imperialismo y de su dominación guerrerista y genocida.
Un buen ejemplo de la primera posición lo constituyen aquellas corrientes que apoyan el actual proceso de lucha y resistencia antiimperialista de Venezuela bolivariana, pero tratando por todos los medios de frenar y moderar hasta el límite dicho proceso, de “aconsejar”, primero a Hugo Chávez y luego al presidente Nicolás Maduro, que lo mejor sería de aquí en más optar por la estrategia de una supuesta “tercera vía” —ni capitalismo neoliberal ni tampoco socialismo—. Como el término específico “tercera vía”, popularizado por el sociólogo británico Anthony Giddens en su libro de 1999 La tercera vía. La renovación de la socialdemocracia cayó ya en descrédito, se utilizan otras denominaciones y rótulos, pero con idéntico contenido. (Cabe aclarar que Giddens no inventó nada, sólo un nombre, pero el contenido de su propuesta y su “programa” tiene como mínimo un siglo de existencia).
Un ejemplo sumamente expresivo del otro polo de la ecuación lo constituyen aquellos que, seducidos por la promoción mediática de libros como Imperio (2000) de Negri y Hardt (y otros autores menos difundidos como los anglosajones Bill Warren, Nigel Harris y John Weeks, etc), creen ilusoriamente que hoy las identidades nacionales, las banderas históricas y las tareas antimperialistas se encuentran caducas, se han tornado inservibles y están démodé pues pertenecerían al museo arqueológico de los dinosaurios de la izquierda tercermundista. Supuestamente hoy habitaríamos un mundo “poscolonial”, plano y homogéneo, donde todos los estados-naciones serían equivalentes, en tanto “narrativas” ficcionales basadas en el “mito del origen”. (Curiosamente ninguna bandera nacional tendría vigencia, con excepción de la estadounidense de las barras y las estrellas, que en las películas de Hollywood —consumidas, según Fredric Jameson, por el 90% del público mundial— aparecen hasta en la sopa).
Lejos de haber quedado aprisionado en las páginas amarillentas de una antigua enciclopedia o un libro viejo de historia, el pensamiento político de Miguel Enríquez nos enseña —no sólo a las hermanas y hermanos chilenos sino a todas y todos los latinoamericanos— que no habrá “democracia radical” ni democracia sustantiva, ni socialismo ni autodeterminación nacional duradera sino se lucha y confronta al mismo tiempo contra el imperialismo en sus mútiples caras y caretas. Este último sigue existiendo, está vivito y coleando a pesar de su crisis sistémica multidimensional y su ocaso crepuscular, y cada día, más allá de la frivolidad de la literatura posmoderna y posestructuralista a la moda, se vuelve más agresivo y guerrerista que nunca antes en la historia. (El reciente ataque al Capitolio en Washington y las escandalosas elecciones estadounidenses no son una simple anécdota “color” de una novela de las tres de la tarde sino el síntoma de una crisis medular extremadamente profunda).
¿Burguesías progresistas? ¿Capitalismos nacionales?
Miguel Enríquez, siguiendo fielmente las enseñanzas del Che, siempre descreyó del “progresismo” discursivo de las burguesías vernáculas y de su supuesta capacidad para enfrentar realmente al imperialismo. Él había llegado a la conclusión, como muchos de los compañeros y compañeras de su generación, que las burguesías autóctonas de Nuestra América son parte funcional del engranaje mundial de dominación, aun cuando utilicen los fuegos de artificio verbales, seudo nacionalistas y seudo democráticos, para institucionalizar las protestas y neutralizar toda rebelión radical.
Enfrentando ideológicamente a quienes se proponían tejer alianzas con la burguesía “nacional” y sus expresiones institucionales, Miguel creía que los sujetos de las transformaciones sociales latinoamericanas pendientes no podían ni debían ser los “empresarios buenos”, aquellos que producen, por oposición a los “empresarios malos”, los que especulan. No hay capitalismo bueno y capitalismo malo, capitalismo con rostro humano y capitalismo con cara monstruosa. Hay capitalismo. Hay imperialismo. Ambos son partes de un sistema mundial, plagado de asimetrías y dependencias, superexplotación, desarrollo e intercambio desigual, geopolíticas de guerra y opresión de la gran mayoría de la humanidad por un puñado restrigido de firmas y empresas, protegidos por estados imperialistas (para quien crea que las líneas precedentes constituyen una descripción “romántica” de nostalgia izquierdista, completamente desactualizada, sugerimos consultar el libro de 2016 del marxista británico John Smith: Imperialism in the Twenty-First Century. Globalization, Super-Exploitation, and Capitalism’s Final Crisis [El imperialismo en el siglo XXI: globalización, superexplotación y crisis final del capitalismo. 2016, New York, Monthly Review Press. Se puede descargar gratis en inglés de la web].
En su época, Miguel Enríquez lo sabía perfectamente. Nunca se confundió.
Polemizando con quienes promovían un proceso rígido de etapas separadas para las transformaciones sociales chilenas y latinoamericanas, Miguel Enriquez sostenía que la lucha por el socialismo no podía quedar relegada para un futuro y lejano “más allá”… inescrutable y difuso, como el famoso “deber ser” kantiano. Si bien el socialismo no puede crearse por decreto y en forma repentina, ni fabricarse según el capricho y el mero arbitrio incondicionado, cuando a cada quien le aparezcan las ganas, tampoco debería ser reemplazado únicamente por “La Democracia” (así, a secas y en mayúsculas, sin historia, tiempo ni lugar, sin determinaciones sociales específicas ni contenidos de clase), ni por “La República” (igualmente con mayúsculas y en abstracto, como el título de aquel viejo y clásico libro de Platón, por más que se intente engordarla atribuyéndole derechos sociales y conquistas puntuales que en la historia terrenal y mundana los diversos republicanismos más bien los han negado). Formulaciones que muchas veces se presentan como “novedades” en el colorido mercado de las ideologías pero son tan viejas como el eurocomunismo (¡por no ir más atrás!).
Para quien crea que los párrafos anteriores “le hacen decir” al MIR chileno algo que los miristas jamás pensaron ni tuvieron elaborado, sugerimos consultar las críticas al eurocomunismo formuladas pocos años después (en 1979) por Ruy Mauro Marini, miembro orgánico del comité central del MIR chileno, máximo pensador de la teoría marxista de la dependencia y uno de los principales teóricos que acompañó desde la ciudad chilena de Concepción a Miguel Enríquez en los años de su apogeo revolucionario [Se puede consultar en la web en el siguiente LINK: http://www.marini-escritos.unam.mx/230_eurocomunismo.html [Consultado el 24 de enero de 2021]).
Para Miguel Enríquez y la corriente colectiva de pensamiento político de la que él se nutrió y por la cual dio su vida, la lucha por el proceso de democratización de las relaciones sociales es inseparable de la lucha por el poder revolucionario y el socialismo. Dimensiones distintas pero jamás separables. Todas ellas, además, inescindibles de la confrontación antiimperialista. Quien pretenda obviar o dejar de lado la lucha antiimperialista, jamás nos traerá más democracia ni nos permitirá avanzar hacia el socialismo. Más bien todo lo contrario. Terminaremos sometidos, humilladas y colonizados, tanto en lo social, como en lo nacional y cultural.
Con el corazón y las entrañas en Cuba y la cabeza en el propio país
Miguel Enríquez, como muchos otros y otras integrantes de esa familia revolucionaria continental que mencionamos al comienzo, también nos dejó una lectura creadora, inteligente y antidogmática de la Revolución Cubana. Amaba a Cuba —tanto como nosotros— y visitó numerosas veces la isla rebelde que todavía hoy desafía a Goliat. Por eso mismo, se negó a transformar la adhesión al proceso de lucha y resistencia continental abierto por la Revolución Cubana en una fórmula cristalizada. Nada más ajeno al pensamiento político de Fidel, el Che y la dirección de la Revolución Cubana que un dogma cosificado.
Al mismo tiempo el MIR, bajo liderazgo de Miguel, supo combinar la defensa intransigente de la herencia insumisa de Fidel y el Che con una política específica para el propio país, que tuviera en cuenta la dinámica que asume la lucha de clases interna y la batalla antiimperialista en la propia sociedad.
Miguel Enríquez y sus compañeros y compañeras fueron entusiastas en la defensa internacionalista a ultranza del socialismo. Jamás se dejaron arrastrar, pero ni por un solo segundo, por el anticomunismo disfrazado de … “progresismo”. Tenían la brújula bien puesta y en su lugar.
Desde ese ángulo y esa óptica, marcaron serias distancias frente a los regímenes del llamado “socialismo real” del Este europeo. Un buen ejemplo de esto puede corroborarse leyendo la declaración que el MIR publica rechazando en 1968 la invasión soviética a Checoslovaquia.
La solidaridad internacionalista no podía ser motivo para apoyar posiciones sumamente cuestionables que, a largo plazo, generaron un descrédito enorme para la propia Unión Soviética (aunque desde hoy en día podemos agregar que a su vez las posiciones checoslovacas completamente a favor del Mercado, promovidas en nombre de “la Democracia” y “el socialismo con rostro humano”, precursoras de la Perestroika gorvachoviana, tampoco eran ninguna alternativa para nuestros pueblos).
La mejor manera de defender a Cuba y su hermosa revolución frente al imperialismo es… luchando contra el imperialismo y por la revolución en cada país y en todo el mundo.
¿Por qué cayó el compañero Salvador Allende?
«Yo no me muevo de aquí [Palacio de la Moneda,
día del golpe de estado], cumpliré hasta mi muerte
la responsabilidad de presidente que el pueblo me
ha entregado. Ahora es tu turno Miguel…».
Salvador Allende
(Testimonio de su hija Beatriz Allende)
Uno de los elementos más polémicos y discutidos que han rodeado el nombre del MIR y de Miguel Enríquez tiene que ver con el derrocamiento de Allende.
Miguel Enríquez explicaba pacientemente que la caída del compañero Salvador Allende —ambos se tenían un profundo y merecido respeto personal— no fue obra de dos supuestos “extremos”. O, para decirlo en el típico lenguaje de la derecha argentina, de “dos demonios”. Por un lado, el demonio de la extrema derecha autoritaria: Pinochet y sus Fuerzas Armadas, comandados por Estados Unidos. Por el otro, el demonio de la extrema izquierda, impaciente e infantil: el MIR, los cordones obreros industriales, las tomas de tierras, etc.
¡No! ¡Rotundamente: No! Esa leyenda que algunos segmentos de la izquierda europea se encargaron interesadamente de propagandizar —para así legitimar el “compromiso histórico”, por ejemplo en Italia, con la Democracia Cristiana y el eurocomunismo, como corriente con mayores pretensiones aún— no era realista.
Las fuerzas revolucionarias que empujan y actúan para profundizar los procesos populares no son la causa de la represión o las derrotas cuando ellas ocurren. Miguel Enríquez, como el Che Guevara, no se cansaba de repetirlo: las transformaciones que no avanzan, retroceden y caen. La Revolución Cubana pasó a la historia porque eligió el camino inverso de la claudicación. Cuando en Cuba la derecha presionaba y el imperialismo se endurecía, Fidel Castro apretó el acelerador. Hoy Venezuela bolivariana se encuentra ante similar disyuntiva histórica y no muy distinto es el dilema de la Bolivia indígena, obrera y popular. Errónea lectura realizan aquellos que quieren extraer como corolario de Venezuela y Bolivia la peregrina idea de que se debe recurrir a un tercer camino intermedio entre el neoliberalismo y una perspectiva antiimperialista de socialismo.
Miguel Enríquez planteaba, una y otra vez, que la verdadera fuerza del gobierno de Allende, radicaba en el poder autónomo de la clase obrera y el pueblo pobre. Grave equivocación —trágica, sangrienta, incluso para los mismos que la propiciaban— la de creer que cediendo terreno a los militares chilenos, incluso incorporándolos al gabinete de la Unidad Popular, se iba a detener el golpe. Hoy ya todo está claro. Pero Miguel Enríquez y su corriente lo plantearon en aquella época, mientras estaba sucediendo. Y el propio Fidel Castro, al hacer el balance, coincidió completamente. (Pueden consultarse la Carta de Fidel Castro a Salvador Allende del 29/7/1973, enviada a Chile un mes y medio antes del golpe de Estado del general Pinochet y la CIA; así como también el discurso-balance de Fidel Castro sobre lo sucedido en Chile, tan solo dos semanas después del golpe de Estado, del 28/9/1973).
Cabe aclarar que cuando Miguel Enríquez hablaba de “poder autónomo” no quería decir poder contra Allende, todo lo contrario. Poder autónomo significaba poder independiente del estado burgués y sus instituciones políticas de dominación “democrática” y “republicana”.
¿Cambiar el mundo sin poder revolucionario?
A lo largo de su corta e intensa vida política Miguel Enríquez siempre destacó en primer plano la cuestión del poder. Ese es el primer problema de toda revolución. En tiempos de Allende y en nuestra época.
¡Cuánta vigencia tienen hoy sus reflexiones! Sobre todo cuando en algunas corrientes del movimiento de resistencia mundial contra la globalización capitalista han calado las erróneas ideas de que “no debemos plantearnos la toma del poder”. Equívocas ideas que vuelven a instalar, con otro lenguaje, con otra vestimenta, con otras citas prestigiosas de referencia, la añeja y desgastada estrategia de la “vía pacífica al socialismo” que tanto dolor y tragedia le costó al pueblo de Chile. En primer lugar, al heroico y entrañable compañero Salvador Allende, honesto, generoso y leal propiciador de aquella estrategia, aún siendo amigo personal de Fidel y el Che.
Existe un hilo de continuidad entre: (a) aquella doctrina soviética promocionada desde Moscú a partir de 1956 de la “transición pacífica al socialismo” (nacida junto con la doctrina de la “coexistencia pacífica” con el imperialismo); (b) la doctrina eurocomunista del “compromiso histórico” con el estado burgués y sus instituciones que se inicia en Italia, Francia y el estado español a comienzos de los años ‘70; (c) la estrategia del “camino pacífico —sin tomar el poder— al socialismo” experimentada en Chile entre 1970 y 1973; (d) la renuncia de algunos ensayistas autonomistas de las últimas dos décadas a toda estrategia de poder que se escudan, sin representarlo, en el nombre prestigioso del zapatismo mexicano (o hablan en su nombre… sin hacerse cargo de que son planteos propios, no necesariamente representativos de la práctica política y el pensamiento zapatista).
Entre (a), (b), (c) y (d) hay matices notorios pero predominan los denominadores comunes. No obstante sus diferencias específicas, las consecuencias políticas son convergentes.
Aunque, si la comparamos con la tosca y rudimentaria doctrina soviética de 1956 o la endeble doctrina institucional italiana de los ’70, en las últimas dos décadas esa vieja doctrina se presenta en una bandeja teóricamente más atractiva, de modo más pulido y seductor (cargada de engañosos términos libertarios, por ejemplo, o apelando a la indeterminación de una gelatinosa “sociedad civil”, supuestamente sin lucha de clases en su seno).
(No incluimos en esta zaga, como quinta corriente, a la orientación “perestroika” porque nunca llegó, siquiera, a formular un pensamiento sistemático propio. Fue simplemente una capitulación en todos los terrenos, que no redujo un milímetro la burocracia ni trajo más democracia ni más socialismo, sino, sencillamente, la restauración brutal del capitalismo con toda su fiereza. Por algo una extremista neoliberal como Margaret Thatcher premió y alabó hasta el paroxismo al patético Gorbachov).
Miguel Enríquez y las nuevas generaciones
Volver entonces a rescatar la reflexión política de Miguel Enríquez sobre el problema del poder y la revolución, realizada no desde un Estado burocrático envejecido ni desde un cómodo sillón académico universitario, sino desde una práctica política vivida al máximo de intensidad en los años de la gran esperanza chilena, constituye un elemento de aprendizaje insustituible e imprescindible para las nuevas generaciones de militantes, del hermano pueblo de Chile y de toda Nuestra América.
Seguimos creyendo, sintiendo y pensando que otro mundo es posible y necesario: el mundo socialista. Un mundo radicalmente distinto y antagónico al sistema capitalista. Un mundo por el que Miguel Enríquez, sus compañeros y compañeras del MIR (en sus múltiples variantes), así como también sus hermanos y hermanas del Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR, en todas sus tendencias) y el conjunto de la Resistencia Mapuche han dado y continúan entregando generosamente su vida.
Tomado del blog Punto Final.